miércoles, 16 de mayo de 2018

Tom Wolfe y las malditas etiquetas


Las etiquetas son un recurso fácil para ubicar y definir el estilo de un determinado autor, pero también una forma de limitar una voz. A Tom Wolfe siempre se le relacionará con el Nuevo Periodismo, si bien él mismo sería el descubridor, y definidor, del pionero de tal corriente literaria. Así las cosas, atribuiría a Gay Talese, tras leer el artículo de éste sobre el boxeador Joe Louis, el hecho de haber iniciado una nueva forma de no ficción que ponía al lector en cercano contacto con lugares reales y personas, por medio de detalles de carácter muy personal y la captación de diálogos de tono fidedigno.

Es el tiempo también que Truman Capote prepara “A sangre fría” (1966), en que lo real –un asesinato múltiple en Kansas– se convierte en materia literaria; incluso el autor cambia el curso de los hechos: según una información del 2005, Capote habría retrasado la ejecución de los presos, se supone que mediante argucias legales, para hacerla coincidir con el final de la escritura de lo que da en llamar «novela de no ficción» o «novela reportaje», y ganar publicidad.

A otro compañero de generación de Wolfe, Hunter S. Thompson, muy ligado al periodismo político también de forma creativa y vívida, se le asociará eternamente con el periodismo gonzo, fundado en lo subjetivo, fragmentario y espontáneo. En su día, tal fenómeno se contrastó con el nuevo periodismo, y en una entrevista el propio Hunter dijo lo siguiente: «A diferencia de Tom Wolfe o Gay Talese, por ejemplo, casi nunca trato de reconstruir una historia. Ambos son mucho mejores periodistas que yo, pero yo no me considero realmente periodista. Gonzo es sólo una palabra que elegí porque me gustaba el sonido».

Si no supiéramos los antecedentes de Wolfe, consideraríamos su última novela como pura ficción, sin acordarnos de etiquetar su estilo e intenciones. Se tituló «Bloody Miami», y se publicó en español en el año 2013. A su avanzadísima edad, el autor urdía una historia que le había llevado a integrarse en la sociedad de Miami, como él apuntaba en los agradecimientos, pero una investigación sobre el terreno es algo propio de muchos novelistas sin que acaben escribiendo “novelas periodísticas”. En todo caso, Wolfe deseaba desmenuzar lo que llamaba en la novela “la Ciudad de la Inmigración”, en la que tenía un papel tan preponderante la población cubana.

El punto de partida era la captura, por parte de un joven y aguerrido agente policial, de un cubano al que solo le quedaban unos metros para alcanzar tierra estadounidense. Su hazaña, llena de peligro, era tan bien vista en el departamento de policía como mal entre las gentes cubanas que en su día también habían pasado por el drama de salir de su isla para, entonces, evitar “la tortura y la muerte en los calabozos de Fidel”. Él mismo, Néstor Camacho, aparecía como hijo de exiliados, e iba a sufrir las presiones de sus conciudadanos de Hialeah, al noroeste de Miami, e incluso su novia Magdalena –que trabajaba para un psiquiatra que trataba a gente adicta a la pornografía– también le reprocharía su acción. 

Más allá de la peripecia novelesca, sobre un asunto de falsificaciones de cuadros por parte de un ruso sospechoso, Wolfe pretendía sobre todo insertar su habitual deje sarcástico, y sin duda el ojo del reportero quedaba vencido por el del puro y llano narrador, pues acababa mostrando los tópicos inevitables de los cubanos y hacía humor blanco: «Se llamaba John Smith, por lo visto [un periodista]. ¡¿Se puede ser más “americano”?!». Entre medias, hablaba de “las nacionalidades y sus territorios”, como Little Havana o Little Haití, y no obstante, la complejidad del tejido humano de Florida hubiera merecido un texto más corrosivo en torno al “latingo” (“un latino que se había vuelto gringo”); tal vez necesitado un Wolfe de otro tiempo: aquel revolucionario “nuevo periodista”.

Publicado en La Razón, 16-V-2018