"Aníbal era el más osado de todos los hombres, quizá el más sorprendente, en todas las cosas poseía una visión tan audaz, tan segura y tan amplia. A la edad de veintiséis años concibió lo que era apenas concebible y llevó a cabo lo que se consideraba imposible. Escaló los Pirineos y los Alpes, luego bajó a Italia, pagando con la mitad de su ejército el precio por alcanzar un campo de batalla y obtener el derecho a luchar». Así habló del protagonista de esta biografía Napoleón, cuando ya estaba en el exilio. Y es que algunos de los movimientos guerreros de Aníbal Barca (Cartago, hoy desaparecida, actual Túnez, 247 a.C.-Bitinia, actual Turquía, 183 a.C.) aún se estudian en las academias militares, tales fueron su osadía y astucia a la hora de proyectar y estructurar el deseo que ya había marcado su infancia; así, como afirman diversas fuentes antiguas, cuando Aníbal tenía nueve años, su padre lo llevó al templo de Cartago y, sumergiéndole las manos en la sangre de un sacrificio, frente a los dioses le hizo jurar odio eterno hacia Roma.
John Prevas se adentra, mediante «El juramento de Aníbal» (traducción de Isabel García Trócoli) en el relato de una trayectoria realmente increíble, que ha inspirado una infinidad de obras creativas: novelas, películas, una ópera, e incluso videojuegos y cómics de manga y anime. El autor norteamericano logra lo que ya había alcanzado cuando, en un centro de Washington D.C., concibió este libro mientras daba clases de latín a sus alumnos tomando textos del historiador romano Tito Livio: despertar la fascinación y el deseo de averiguar cómo llevó a cabo este héroe militar sus aventuras. Y si a aquellos alumnos «la historia de Aníbal les daba acceso al mundo misterioso y hedonista del norte de África cartaginés y luego los llevaba a España, a través de los Pirineos y también al sur de Francia», y más tarde a los Alpes «luchando contra la naturaleza y las primitivas tribus montañesas que se iba encontrando en la ruta», algo parecido ocurrirá a lo largo de esta lectura.
Nada le pareció imposible a Aníbal, que a la muerte de su padre, el general Amílcar Barca, uno de los protagonistas de la primera guerra púnica, se convirtió en el jefe del ejército cartaginés y, desde Cartago Nova (la actual Cartagena), sometió a diversas tribus iberas, destruyó Sagunto, ciudad aliada de Roma, y atravesó el Ebro; una iniciativa ésta que daría origen a la segunda guerra púnica, pues cartagineses y romanos habían fijado esa frontera para limitar su territorio. Más tarde, en el año 218 a.C., Aníbal, tras ceder a su hermano Asdrúbal el mando de las tropas en Hispania, partiría hacia Italia con sesenta mil soldados, ¡y treinta y ocho elefantes!, con la idea de derrotar a Roma. «Estábamos ante a un antiguo líder que se enfrentó a los elementos de la naturaleza, superó los límites de la supervivencia, ganó todas las batallas que entabló en Italia contra los romanos y, al final, acabó perdiendo la guerra», resume Prevas al preguntarse por qué todavía es objeto de fascinación «esta trágica figura».
El autor, de modo ameno y conciso, sigue las huellas de su biografiado a partir de sus propios viajes, desde Túnez hasta el lado asiático de Turquía, pasando por España, «donde Aníbal aprendió a ser un soldado y un líder», las ruinas de Sagunto, Francia, los Alpes e Italia entera, además de Éfeso, en Asia Menor, Creta y las ruinas de Gortina, «donde Aníbal se escondió en el exilio». Lo interesante es que, en un caso como este en el que las fuentes de información siempre son los mismos autores griegos y latinos, cabe cuestionar lo que nos ha llegado, pues, como no podría ser de otra manera, la hagiografía exagerada o el desprecio por su ansia de poder se han ido sucediendo durante siglos.
De tal modo que Aníbal fue primero una figura aterradora en el siglo III a.C. apunta Prevas, y «durante la guerra y hasta poco después, los romanos lo describieron como de naturaleza poco fiable, pérfido, avaricioso y cruel, un hombre de una violencia innata que vivía por una sola razón: destruir». Sin embargo, tiempo después esa perspectiva se moderó y, «en la época imperial, los escritores romanos, sorprendentemente, modificaron su visión de forma positiva». No en vano, «Aníbal, al final, llegó a encarnar al digno y noble adversario, poseedor de todas aquellas virtudes que hasta entonces habían sido reservadas para sus propios héroes desde la antigüedad»; una imagen que se mantuvo luego pero que Prevas matiza a la busca del hombre auténtico: «Una compleja mixtura de lo mejor y lo peor de la naturaleza humana, un hombre de una enorme inteligencia y confianza en sí mismo, un genio táctico, generoso y compasivo, pero también de una insondable violencia, frialdad y codicia».
Publicado en La Razón, 21-VI-2018