No le sirvió de mucho pertenecer a uno de los círculos literarios más influyentes del siglo XX y firmar una extensa obra que abarca poesía, cuento y teatro: la figura de Silvina Ocampo (1906-1993) permanece aún hoy anclada en una rara discreción. «Delgada y alta, persona deliciosa, ligeramente melancólica, escéptica» –así la describió Josep Pla–, Ocampo aún yace a la sombra de su hermana mayor, llamada Victoria, fundadora en 1930 de la revista «Sur» y la editorial del mismo nombre, y del que fue su marido desde 1940, Adolfo Bioy Casares, a la sazón mejor amigo de Jorge Luis Borges. Estos dos, con Silvina, prepararían una «Antología de la literatura fantástica» (en ella se incluyó un cuento de Silvina) y a su alrededor se tejería una compleja red de relaciones amorosas y de amistad que se fue destapando tras la muerte de Bioy en 1999. «La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo», de Mariana Enriquez, constituye el colofón perfecto a otros trabajos biográficos, como el de Silvia Renée Arias «Los Bioy» (Tusquets, 2001), un recorrido por la vida doméstica del matrimonio a través de la mirada de la empleada que durante cincuenta años estuvo en la mansión de los escritores.
En aquel libro, Ocampo no salía bien parada: aparecía inestable, escondiendo el dinero del personal del servicio y cada vez más atenta a las infidelidades de su marido: con una sobrina de ella, con la escritora mexicana Elena Garro..., aunque se dice que Silvina hizo lo propio con Alejandra Pizarnik; de tal modo que la biógrafa se preguntará: «¿Tenían los Bioy un pacto explícito de pareja abierta?». Enriquez se adentra de esta manera en todas estas historias privadas, contrastando fuentes, en busca de una verdad a veces escurridiza, y logra con una audaz concisión, mediante un texto breve, crear una gran biografía. Surge entonces la Ocampo –última de seis hermanas– fascinada por los mendigos que vio de niña, la dibujante, la escritora que refleja el mundo infantil en sus cuentos, la «bruja, vidente, maga», la madre sobreprotectora y la abuela risueña que no se olvida jamás de su gusto por los libros de hadas...
Borges, que le dedicó su primer cuento, «Pierre Menard, autor del Quijote», afirmó que su poesía era bastante superior a su prosa; Enriquez afirma en estas páginas que «fue muchísimo menos arriesgada como poeta que como narradora». Y es la obra narrativa la que la ha sobrevivido –si bien con escasos lectores, todo hay que decirlo–, pero, sobre todo, la figura de una mujer eclipsada por sus célebres compañías que todavía conserva un halo de misterio y belleza.
Publicado en La Razón,-VI-2018