Hace un par de años, conocimos, gracias al libro “Vecinos cercanos y
distantes”, de Jonathan Haslam, el espionaje soviético, a los agentes que
traicionaron al régimen, que pertenecieron a órganos tan conocidos como el KGB (Comité
para la Seguridad del Estado), pero también a otras siglas que no eran tan
familiares: GPU, OGPU, NKVD o GRU (Departamento Central de Inteligencia), más
la Cheka (Comisión Extraordinaria), fundados por los bolcheviques hace casi
cien años. Y alrededor, aquellos que espiaban y contraespiaban, que vivían una
doble vida en que la información constituía un tesoro con el que lograr sacar
ventajas del enemigo y adelantarse a los acontecimientos.
Aquel excelente libro proporcionaba una manera de entender el concepto en
sí de contraespiar, que encarnó una forma paranoica de atacar y temer al
enemigo, y ahora, José M. Faraldo, en “Las redes del terror. Las policías secretas
comunistas y su legado”, se encarga de estudiar todo ese estado energúmeno
desde dentro de los regímenes totalitarios de izquierdas, centrándose en esos
organismos que citábamos que actuaron de policías secretas para reprimir y
fustigar tanto a la población normal y corriente como a adversarios políticos.
El autor, consciente de que “queda aún mucho por explorar del cruel, terrible
y, al mismo tiempo, extraordinario experimento comunista”, estudia la Rusia
posrevolucionaria para luego diferenciar la policía secreta de entonces con
otras posteriores del mismo país y dictaduras de similar esfera ideológica
europea.
Un Putin
“secreto”
Tras investigar en archivos de Berlín, Bucarest y Varsovia, el autor
aborda también casos específicos como el de la Securitate rumana, el
Ministerium für Staatssicherheit germano-oriental y el Sluzba Bezpieczenstwa de
Polonia, e incluso el ejemplo español y su relación con las policías secretas
de los países en la época de la Guerra Fría. Pero sobre todo se interna en la
URSS, advirtiendo hacia el final de su estupendo estudio que desde el gobierno
no se ha creado, como en otros lugares de infausto pasado comunista, un “centro
de memoria” en el que estudiar los abusos estatales; a tal cosa se han
encargado organizaciones que además han tenido que sufrir la persecución y
ataque desde el poder judicial, acusadas de ser agentes extranjeros –como si el
espíritu de lo que cuenta Haslam todavía perviviera–, “pese a una intensa (y
pacífica) labor de evaluación del pasado y de salvaguarda de la memoria de las
víctimas”.
Fue durante la Perestroika, nos recuerda Faraldo, cuando surgieron
iniciativas de este tipo, si bien “los nuevos gobernantes rusos no parecen muy
atraídos por la reconstrucción de la memoria de los represaliados ni por la
investigación de los crímenes de Estado soviéticos”. Y es que se podría
establecer cierta relación entre el pretérito aparato de seguridad ruso y el
actual: «El prestigio de los “chekistas”, como se siguen llamando con orgullo,
no ha cesado. Y el presidente Vladímir Putin, antiguo miembro del KGB e imbuido
de su “ethos”, no ha perdido ocasión de realzar la importancia que considera
tiene una policía secreta para un Estado moderno”.
El año del
Terror
Aleksandr Solzhenitsin, al
que Faraldo dedica un capítulo, en “El
archipiélago Gulag” (1973) arrojó luz sobre la llamada «reeducación»
promulgada por el Gobierno soviético, para denigrar o hacer desaparecer todo
aquel sospechoso de estar contra el poder establecido; así, Lenin y Stalin, con
la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, segarían entre los
años 1921 y 1953 la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi
quinientos campos. El historiador analiza ese periodo poniendo el acento en
1937, en el cual la gente “desaparecía” sin más, sin que se dieran
explicaciones, incluidos exlíderes políticos e intelectuales. En la guerra
civil habían muerto quince millones de personas, y después, con la hambruna que
se produjo por la colectivización, otros ocho millones, a lo que se tendría que
añadir a los encarcelados y fusilados.
Es frecuente dar hoy familias moscovitas que tengan alguna
víctima en su pasado, en la mayoría de casos gentes humildes. En ellas se cebó
el Terror desde el Partido –Faraldo explica de manera concisa pero completa la
aparición de cada estructura represiva, en particular una Cheká que al comienzo
no asesinaba sino que se limitaba a llevar a los acusados a los tribunales–
para intimidar a quien osara concebir la más mínima crítica. En 1937-1938 los
órganos de la Seguridad del Estado arrestaron a un millón y medio de personas,
por razones políticas, un 85 por ciento de las cuales fue condenada. Una orden
específica, por ejemplo, “proponía cuotas territoriales de personas a fusilar,
sin importar el delito probado, que se añadía después”, leemos. Todo llevaría a
“una sensación de amenaza constante, de paranoia sin tregua” en un tiempo,
desde 1929 hasta la muerte del sanguinario Stalin, en que la policía secreta
constituiría un método para la construcción de una nueva sociedad cuyos
ciudadanos sufrían el temor de ser eliminados.
Publicado en La Razón,
6-IX-2018