Cualquier libro
que vea la luz firmado por el historiador holandés Johan Huizinga siempre es
motivo de interés; le avala el prestigio de uno de los estudios más importantes
del siglo XX, “El otoño de la Edad Media”. Pero si además se trata de un libro
que es resultado de unas circunstancias tan especiales como las que ahora
expondremos, entonces el interés se multiplica. El caso es que Huizinga
pronunció cuatro conferencias en la Universidad Internacional de Verano de
Santander en 1934, que aparecieron en este mismo año en Revista de Occidente
con el título “Sobre el estado actual de la ciencia histórica”. Cuatro
reflexiones de gran cariz pedagógico –que probablemente dio en francés– que
ahora se recuperan con la traducción (de la versión
escrita en holandés) de María de Meyere e introducción de Manuel Moreno Alonso,
catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Sevilla.
De
modo que la intrahistoria de este libro sobre historia no tiene desperdicio
alguno. La universidad santanderina había sido creada el año anterior –al
principio el rector fue Ramón Menéndez Pidal– y entre el público aquellos días estaban
Julián Marías y el responsable de la invitación a Huizinga, José Ortega y
Gasset (el filósofo español daría conferencias en los Países Bajos en 1936).
Este Huizinga de sesenta y dos años al que le esperaba un fin aciago –los nazis
lo desterrarían a un pueblo sin sus pertenencias y moriría lleno de privaciones
poco antes de la liberación de su país– sin duda conquistaría a sus oyentes con
sus avispadas observaciones, una de las cuales dice así: “La Historia es la
ciencia más dependiente de todas. Ella precisa más que otra ninguna de
continuos auxilios y apoyos de otras muchas ciencias: para formar sus nociones,
para fijar sus normas, para llenar sus fondos”.
Establecía
Huizinga una manera de mirar la historia, a sus ojos convertida en ciencia
universitaria en el siglo XIX, humilde y a la vez vinculada a la cotidianidad
presente, pues “es la que más se acerca a la vida; porque sus preguntas y sus
respuestas son las de la vida misma para el individuo y para la sociedad; porque
los conocimientos que uno posee de la vida personal o colectiva pasan en una
transición imperceptible a ser Historia”. La Historia, entonces, constituiría
una actitud cultural con la que una época o un pueblo se acercaría al pasado,
siempre una vía para acercarse a la verdad acerca del mundo, como en el caso de
las Ciencias Naturales y la Filosofía, y el cultivarla sería hasta “un modo de
buscar el sentido de esta nuestra existencia”.
Publicado en La Razón, 23-VIII-2018