Residió en Kenia en los años
treinta, y de resultas de ello conoció de cerca la vida y obra de Isak Dinesen
y de otra aventurera europea en África, la aviadora Beryl Markham, cuyo libro
de 1942 «Al oeste con la noche» prologó comparándolo con «Memorias de África»;
estuvo en la Guerra Civil Española y al poco tiempo se convertiría en la tercera
mujer de Ernest Hemingway, que le dedicó “Por quién doblan las campanas”. Es
Martha Gellhorn, que sería una de las plumas más prestigiosas en el ámbito de
la crónica bélica, como da cuenta este “El rostro de la guerra” (traducción de
Cari Baena).
En él, Gellhorn reunió sus escritos
relacionados con sus observaciones y peripecias en lugares de máximo peligro,
preparando un prólogo especial para cada apartado; una joya para cualquiera
interesado en este tipo de periodismo que, en ocasiones como las páginas
dedicadas a España, tienen un alto nivel literario por su intensidad
descriptiva y la emoción que subyace en todo el relato, lleno de testimonios.
Desde muy joven comprometida con el rumbo que llevaba el mundo –“Poco tiempo
después de cumplir los veintiún años fui a trabajar a Francia, y allí me
integré en un grupo de jóvenes pacifistas franceses”–, Gellhorn cuenta que dejó
de ser pacifista para convertirse en una antifascista, con la firme idea de que
tenía que ir a la guerra “en señal de solidaridad, y morir o sobrevivir si
había suerte hasta que la guerra terminara”.
Esa voluntad la llevará a cabo desde los tiempos en
que defiende la posición de la República española hasta sus últimos viajes a
Oriente Medio o Asia. En “El rostro de la guerra” aparece, así, una Barcelona en
1938 con un Liceu activo pese al hambre y la destrucción del barrio por las bombas.
Surge luego la quimérica nazi –“Un lunático y sus seguidores pretendían lo
imposible: la dominación de su época”– y vemos a la escritora frente a las
llamas, o escuchando cómo le explican en Dachau los experimentos que se hacían
con seres humanos, a cuál más monstruoso. La vemos en Helsinki, en un país que
ya por entonces, durante los años cuarenta, le asombra por su estado del
bienestar. Y sobre todo, captamos esa sensibilidad tan peculiar del
corresponsal de guerra de raza: siempre con la inquietud de visibilizar las
tragedias allá donde se encuentren; de modo que Gellhorn usa el periodismo como
“una vía de escape”, y viaja a Extremo Oriente para ver la guerra
chino-japonesa (“En China sentí que no había peor desgracia para un ser humano que
la de haber nacido allí”) y a Batavia, donde atraviesa la jungla y suelos de minas
y emboscadas.
Y con todo, este magnífico libro no se queda en la
mera aventura, sino que además Gellhorn se distinguió por reflexionar con tino
sobre el Juicio de Núremberg o la aparición de Mijaíl Gorbachov, que ella
consideraba “una especie de milagro” por liderar el fin de las hostilidades con
Estados Unidos tras cuarenta años, con la siempre latente amenaza de una guerra
nuclear. “Su sentido común y su valor político y moral nos salvaron”, escribe.
El mismo que el de ella misma, que aún da hoy lecciones de periodismo del más
alto nivel profesional y humano.
Publicado en La Razón, 25-X-2018