En 1997, la escritora y feminista Florence Montreynaud publicaba un libro, titulado “Amar. Un siglo de amor y pasión”, en que seleccionaba a docenas de parejas conocidas del siglo XX, especialmente del arte y la literatura, para en paralelo contar nuestra historia reciente como sociedad. De tal modo que se asomaban temas acerca de la sexualidad, el psicoanálisis, el tópico de la “femme fatale” o el romanticismo y sus nuevas costumbres del hombre y la mujer contemporáneos. Pues bien, de entre todas aquellas relaciones amorosas, había una que podía representar el summum del fervor pasional y desenlace funesto, propio de una tragedia shakesperiana: la que mantuvieron Amedeo Modigliani y Jeanne Hébuterne.
A ella se ha consagrado la periodista y novelista francesa Olivia Elkaim por medio de la novela “Jeanne Héburterne” (traducción de Isabel González-Gallarza), demostrando un conocimiento delicado y profundo de cómo el pintor conoció a esta joven de diecinueve años en 1917. Él lleva una vida mísera, padece tuberculosis y abusa del alcohol y de las drogas. Ella, aspirante a pintora, pertenece a una familia de la pequeña burguesía parisina católica y su hermano, con el que se adivina un vínculo casi incestuoso, está en el frente. Por supuesto, sus padres desaprueban la relación, pero ella los desafía y se va a vivir con él en Montparnasse para pintar, pues ella se convierte en la musa de él. La clásica historia del pintor enamorado de su modelo, tan frecuente y con varios ejemplos muy famosos (Picasso, Dalí…), se desarrolla con un estilo contenido, de frases cortas y directas, que captan el impacto de Jeanne por alguien al quien ama hasta el punto de suicidarse, a los veintidós años, tras la muerte de él, cuando estaba en su noveno mes de embarazo y ya tenían una niña.
Antes de que llegue el terrible fin, Elkaim nos sitúa en el París bohemio del periodo de la Gran Guerra, con una Jeanne ensimismada pensando en Modigliani, escribiendo su diario, pasando las noches con él, en la pobreza más absoluta y alimentándose de latas, consolándolo cuando hace la primera exposición, pues recibe críticas fulminantes, lo que él atribuye a su condición judía; en todo caso, es el “hombre que tan bien sabe divertir a la galería, protagonizar tragedias y montar numeritos”. Como desaparecer varios días, para desesperación de ella, hasta que “entra en nuestro taller, lívido y flaco”, la mismísima imagen de la muerte; un artista que necesitó vagar sin rumbo por París y cuya autodestrucción arrastró a esta joven hiperestésica hasta compartir lápida en el cementerio de Père-Lachaise.
Publicado en La Razón,
13-XII-2018