Uno de los criados de Johann Wolfgang Goethe
abre la puerta de su gran casa de Weimar, donde el célebre escritor reside
desde 1775, un año después de publicar el «Werther». Nos encontramos en 1823.
Por los pasillos hay lienzos, grabados, esculturas. En una de las estancias
anoche se celebró un recital de música, esta mañana el archiduque ha visitado
al venerable poeta, mañana lo hará un filólogo, un científico, un dramaturgo,
seguirán llegando cartas de toda Europa. Goethe permanece sentado, ensimismado
en sus pensamientos, y recibe al visitante con cordialidad y firmeza; toman
asiento y empieza la charla: la literatura, la naturaleza, los sentimientos, la
política, la religión. Como reza el tópico, nada de lo humano es ajeno junto al
«padre de la literatura alemana», como le definió Walter Scott en una carta.
Ese que entra en casa de Goethe y conversa
con él se llama Johann Peter Eckermann, un joven autodidacta que en 1815 había
descubierto a este «astro infalible» y que entablará tan profunda amistad con
él que será elegido como el editor de su legado literario. El ambiente de
intercambio intelectual sosegado, donde un Goethe paternalista con ademanes de
viejo profesor siempre tiene una excusa para meditar de cualquier cosa con tal
de tener buena compañía, es lo que va a transmitir Eckermann hasta la muerte
del genio, en 1832. Durante ese tiempo, llevará un diario sobre sus encuentros
con Goethe, su familia, sus amigos y conocidos: las «Conversaciones con Goethe
en los últimos años de su vida» que son un documento de valor superlativo al
que tiene que recurrir cualquiera que se interese por el autor de “Las
afinidades electivas”.
Así lo haría sin duda el gran estudioso de
las letras germanas Georg Simmel, que publicó en 1913 este “Goethe” (traducción
de José Rovira Armengol) que pretendió ser un análisis que respondiera a la
pregunta “¿cuál es el sentido espiritual de la propia existencia de Goethe?”.
Entendiendo por ello “las relaciones del modo de existencia de Goethe y sus
manifestaciones frente a las grandes categorías de arte e intelecto, práctica y
metafísica, naturaleza y alma, y los desarrollos que gracias a él
experimentaron esas categorías”. En la introducción de la autobiografía de
Goethe “Poesía y verdad” (Alba, 1999), la traductora Rosa Sala ya apuntaba algo
que Goethe le dijo a Eckermann en 1831: «Un hecho de nuestra vida no vale en la
medida en que sea verdad, sino en la medida en que signifique algo». De modo
que no es de extrañar que el concepto de “verdad” sobresalga enseguida en este
trabajo de Simmel, que dedica a ello el segundo capítulo con un tono filosófico
que intenta desgranar la riqueza y profundidad del pensamiento goethiano, la
hondura de creer que lo verdadero estriba en conocer la relación que tiene uno
consigo mismo y con el mundo exterior –no en vano, a Simmel, desde que se
licenció en historia y filosofía en la Universidad de Berlín, le interesó
principalmente la interacción social–, dando un paso más adelante en el viejo precepto socrático “conócete a ti
mismo”.
Ajeno a la filosofía
Mediante algunos de sus versos, diarios y
aforismos, por ejemplo, Simmel aborda las sutilezas del punto de vista de
Goethe con respecto a conceptos abstractos complejos, y hacia el final lo
compara con otro de los autores de los que se hizo un experto, Kant. Este
habría conseguido concluir, en sus reflexiones sobre la unificación de los
grandes dualismos: naturaleza y espíritu, cuerpo y alma, que el problema no son
las cosas, sino lo que sabemos acerca de las cosas, mientras que Goethe no
construyó un sistema filosófico para llegar a semejante unificación de
elementos; lo que él deseó fue “manifestar directamente su sentimiento del
mundo”. Ello le llevaría a captar lo circundante de forma artística siempre, y en
efecto a eso se dedicó cuando hizo los estudios que no versaban sobre
literatura, como la botánica o los colores.
De alguna forma, Simmel quiere “traducirnos”
la obra de Goethe al lenguaje filosófico, hasta que el artista se impone y le
es imposible circunscribirlo a esos patrones estancos, acabando por aceptar la
frase del genio: “Siempre me mantuve ajeno a la filosofía”. Su camino fue otro,
muy distinto al de Kant, que siempre buscó urdir las unidades de principio
subjetivo y objetivo, de la naturaleza y del espíritu. Para Goethe, ya la
propia naturaleza “es producto y testimonio directo de potencias espirituales, de
ideas que dan forma”, de modo que su postura ante la Vida, ante el mundo,
descansa, si nos movemos en el plano teórico, “en la espiritualidad de la
naturaleza y en la naturalidad del espíritu”. Un punto de vista tan precioso
como enigmático que, más adelante, en el segundo tercio del siglo XIX, los
trascendentalistas norteamericanos retomarán –Emerson y Thoreau, e incluso
Whitman– al considerar que la espiritualidad interna del individuo está
conectada con lo que ofrece el cosmos, en un proceso de cautivadora divinización
y fe en la poética inmortalidad del ser humano.
Publicado
en La Razón, 18-IV-2019