Uno puede sentarse a escribir sobre Flannery O’Connor teniendo presentes sus treinta y nueve años de vida y sus dos novelas, sus treinta y dos cuentos y sus pocos ensayos, y experimentando a la vez una sensación de desconcierto que tal vez sea común. En sus memorias, John Huston cuenta cómo en 1978 un hombre llamado Michael Fitzgerald –cuyos padres habían acogido a la escritora una temporada en su casa de Connecticutt treinta años atrás–, le instó a que adaptara al cine «Sangra sabia», «historia de la breve rebelión de un joven fanático religioso contra Cristo», detallaba el cineasta, que apuntaba: «Es divertida y terrible a la vez. De página en página no sabes si reírte o quedarte horrorizado». En «Cómo leer y por qué», Harold Bloom reconoce que los cuentos y la novela de O’Connor «Los profetas» le estimulan «hasta el miedo». Ahora, en el prólogo a los «Cuentos completos» de la autora georgiana, Gustavo Martín Garzo habla de cómo sus relatos «tienen el poder supremo de agitar nuestra conciencia. No es posible permanecer indiferentes ante ellos, de la misma forma que no es posible mantener la calma cuando alguien te apunta con una pistola».
La sensación es, pues, de una misma perplejidad ante un universo narrativo estremecedor. De hecho, acaso no entendamos la simbología de sus primeros cuentos: «El geranio», «El barbero», «El lince», entre otros. Pero luego vienen textos de impacto inconmensurable: «El negro artificial»; «Un hombre bueno es difícil de encontrar»; «La vida que salvéis puede ser la suya»; «Un círculo en el fuego»; «La buena gente de campo»; «La espalda de Parker»... Todas estas páginas fueron obra de una mujer que arrastraba una enfermedad terminal (el «lupus erythematosus», de origen metabólico), que proclamba su fe católica en una zona de rígido protestantismo, que vivió aislada con su madre dedicándose a la cría de pavos.
Dicen que escribió las últimas horas de su vida, en la cama, y no pareció quejarse nunca de su destino letal, ni siquiera a través de sus protagonistas, gentes ingenuas y malvadas a partes iguales, retorcidas, egoístas y ansiosas de bondad, vagabundos, criminales, niños y ancianas insportables, personas que buscan a Jesús sin saber cómo hacerlo. O’Connor, al fin, cansada de que tildaran sus cuentos de brutales y sarcásticos, se justificaría en una carta a una amiga: «Las historias son fuertes, es verdad, pero son fuertes porque no hay nada más fuerte o menos sentimental que el realismo cristiano».
Publicado en La Razón, 18-IV-2019