viernes, 28 de junio de 2019

Elogio de la vida natural


Si Henry David Thoreau hubiera sido lector de novelas, él, que se jactaba de despreciar los versos de Homero si tenía que dedicarse al huerto que preparó cuando se aisló dos años en la laguna de Walden, que era lector sobre todo de poesía o de libros de filosofía oriental, tal vez le hubiera agradado lo que ha hecho Richard Powers con “El clamor de los bosques” (traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara). No hay en la historia nadie que haya escrito tanto y con tanta enjundia sobre lo que significa vivir, contemplar, sentir las arboledas y las montañas, y que haya tenido tanto mimo a la hora de observar toda clase de vegetación como el pensador de Concord. La “nature writing” está en boga, con múltiples crónicas personales, en muchos casos buscando “à la” Thoreau una experiencia directa con la naturaleza, o con narrativa, caso de “El bosque infinito”, que pudimos leer hace tres años, de Annie Proulx, obra mastodóntica con un trasfondo de naturaleza inmensa en que extendía la dimensión de un bosque tangible, histórico, simbólico incluso, a lo largo de tres siglos.

En aquel caso, la autora canadiense se propuso un viaje por la historia comercial y sociopolítica del mundo mediante la epopeya de dos familias, sobre todo pisando terreno norteamericano y europeo, pero también chino y neozelandés. Proulx con ello pretendió proyectar una visión universalista y cronológica de un asunto con claro mensaje ecologista, esto es, la deforestación y su negocio. Una aproximación a la que es sin duda sensible Richard Powers, que añade en su maravillosa “El clamor de los bosques”, que le hizo merecedor del Premio Pulitzer 2019, el elemento de relación personal, íntima, familiar, del ser humano con los árboles, con un enfoque también que atraviesa épocas y fronteras, alrededor de salvar los pocos acres de bosque virgen que quedan en el continente.

De tal modo que fabrica su novela sobre la base de distintos personajes que tienen un vínculo particular con ciertos árboles, y que configuran un retrato humano extraordinario: el primero, Nicholas Hoel, en Brooklyn, de ascendencia noruega y futuro artístico, en el tiempo en que aún no existen los microbios, y su padre se empeña en tener un castañar, hasta que uno de ellos se convierte en un “árbol centinela” al ser una especie de faro para los viajeros. El tiempo pasa, las generaciones se suceden, y el árbol siempre está allí, como testigo de los sinsabores vitales y de los proyectos que se logran o malogran; como ocurre con Mimi Ma, cuya familia también inmigrante, en su caso a San Francisco, con un simbolismo arbóreo en unos anillos que las hermanas se reparten a la muerte del padre; o Adam Appich, que ve al suyo concentrado en una guía de árboles porque quiere buscar uno especial para un hijo que está por nacer… Y así familias y destinos individuales, con un halo de melancolía y fatalidad humanos en contraste con la permanencia de fauna vegetal como el roble, que va creciendo y se va sosteniendo, que va muriendo a lo largo de trescientos años.

Publicado en La Razón, 27-VI-2019