Gracias a Florian Illies, en su libro “1913. Un año hace cien años” (Salamandra, 2013), pudimos ver cómo «en los primeros meses de 1913, por un breve tiempo, en Viena coincidieron Stalin, Hitler y Tito, los dos mayores tiranos del siglo xx y uno de los peores dictadores». Tres hombres que no eran nadie, por así decirlo, pues el primero estudiaba, el segundo pintaba acuarelas y el tercero observaba coches, pero que estaban llamados a ser los propulsores de sufrimientos inconmensurables. Tal era el quid del libro: la localización de dónde estaban y qué hacían aquellos que iban a marcar el futuro del continente, de modo que aquel trabajo era un recuento de mil anécdotas que conformaban un collage que combinaba cuadros, libros y conciertos. Illies, siguiendo la pista de muchos grandes personajes, configuraba una elección temporal que no era fortuita en absoluto dado que esos doce meses fueron el caldo de cultivo de un modo nuevo de ver la existencia, donde, por ejemplo, habrían coincidido los dos más grandes psicópatas de la historia.
Ahora aparece otro estudio que indaga en las épocas tempranas de estos y otros dictadores que marcaron con sangre y fuego el devenir de sus pueblos, definiendo “en gran parte los trazos de nuestro mundo. Hitler, Stalin o Mao demostraron, en el peor sentido, que un solo hombre puede modificar la historia del mundo, desplazar las fronteras, deportar o diezmar poblaciones hasta el punto de cambiar la fisionomía de países enteros. ¿Por qué diablos existen hombres de esta calaña? ¿En qué momento se transformaron en tiranos? ¿Acaso no fueron en algún momento niños inocentes? ¿Qué tipo de sufrimiento pudo engendrar a estos hombres brutales, asesinos, insensibles?”, se pregunta en el prólogo de “La infancia de los dictadores” (traducción de Heber Ostro) el editor Jean-Pierre Vrignaud.
Véronique Chalmet, la autora, “muestra que todos llegaron a edad adulta llenos de frustraciones y fisuras psicológicas, desequilibrados, incapaces de entablar relaciones humanas normales”. Y entonces, llegó el clic dramático: «estos “fracasados sociales” se toparon con una situación histórica excepcional, una crisis de civilización, una guerra, una revolución. Así, en una alquimia imprevisible, la embriaguez de la omnipotencia se apoderó de esas almas atormentadas». La moral era un concepto imposible de convocar. Cómo encontrarla en comportamientos como el del dictador camboyano Pol Pot. Su madre inscribió su nombre en una de las paredes de la casa y predijo: «Mi hijo será como este animal [búfalo]: perseverante y organizado. Inspirará confianza en los demás, pero no tendrá piedad para vengarse si se siente traicionado...». “Un rasgo de la personalidad que, cincuenta años después, se transformaría en un delirio paranoico”, cuenta Chalment, cuando fuera el jefe de los Jemeres rojos, responsable de más de dos millones de muertes”.
Supersticiosos y megalómanos
Desde muy
pronto Pol Pot había visto el valor de la disciplina implacable mediante las
acciones de los educadores, que agredían a sus alumnos: “palazos, humillaciones,
golpes de puño y patadas eran moneda corriente”. Pero al tiempo que no hay
moral, no hay mala conciencia: «¡Míreme! ¿Parezco malvado? ¿Parezco violento?
¡Para nada! Tengo la conciencia tranquila, eso lo tengo muy claro», afirmó Pol
Pot en 1997. De hecho, nunca negó el genocidio de su propio pueblo, calificándolo
de «error» causado por «la falta de experiencia». Y de matar y gozar haciéndolo
también supo mucho Idi Amin Dada, presidente de Uganda entre 1971 y 1979. De niño, ya había estado imbuido en el ambiente de supersticiones mágicas de la familia, desde la cocina de su madre,
observando rituales sangrientos y viendo desmembrar pequeños cadáveres con
golpes de panga (un
cuchillo parecido a un machete). «Más tarde, cuando era oficial de comando para
los británicos, se convirtió en “especialista” en interrogatorios que manejaba con
el mismo utensilio, al que utilizaba para cortar el pene de sus prisioneros».
Tal era su
obsesión violenta, que según un funcionario de su país Amin no se conformaba con
asesinar, sino que a los muertos los seguía tratando como bestias, extirpándoles
órganos vitales; una práctica que él copiaba de antaño, pues “en Uganda, la mutilación
de los muertos era un acto tradicional ejecutado por los guerreros en los
cuerpos de sus enemigos para confirmar la victoria”. Y si este dictador fue
supersticioso hasta el paroxismo, le fue a la zaga Stalin, que tenía un
astrólogo cuando lideró a la Unión Soviética y padeció una infancia
increíblemente mísera y violenta. “En varias ocasiones el niño se salvó de
milagro: un día, su padre lo tiró al suelo y lo molió a patadas, tan fuertes
que el niño orinó sangre durante varios días”.
Sin
embargo, Gadafi recibió el trato contrario. Sus padres ansiaban tras tres niñas
un hijo y cuando llegó sólo recibió mimos y ayudas para que estudiara. Su padre
decidió llamarlo Muamar, «el Constructor», en el tiempo de la Segunda Guerra
Mundial en que ya desde niño tuvo que hacerse cargo de los rebaños de cabras y
camellos de sus padres, y de sembrar y cultivar la tierra. Pronto, aprendería
de sus ascendentes guerreros que la batalla significaba tener una vida
honorable. “La megalomanía de Gadafi todavía era incipiente, pero estallaría
rápidamente con la borrachera del poder”. Tanto llegó ese mensaje a su corazón
que, en 1974, «el antiguo niño del desierto declaró: “La muerte es la pena para
toda persona que forme un partido político”». Bajo su mandato, sucederían miles
de ahorcamientos y mutilaciones a opositores, reales o supuestos, que se
transmitirían por la televisión. Él mismo se llamaba «rey de los reyes de África».
Y qué
decir de Hitler, que nació siendo muy deseado y querido por su madre, y que no
obstante, de nuevo por culpa de la autoridad materna, vivió un ambiente
represivo: «“A partir de los documentos disponibles”, escribió en 1985 la
psicoanalista Alice Miller, “podemos representarnos con bastante facilidad el
contexto en el cual creció Hitler. La estructura familiar puede ser considerada
como el prototipo del régimen totalitario. La única autoridad indiscutible, y a
menudo brutal, era la del padre. La mujer y los hijos estaban totalmente
sometidos a su voluntad, a sus caprichos y a sus humores; debían aceptar las
humillaciones y las injusticias sin cuestionarlas e incluso agradeciéndolas; la
obediencia era el primer principio de vida”». Esa obediencia ciega la extenderá
a su política de forma escalofriante, segando la vida de que gente que, para
él, no era necesario que pensaran por sí mismas.
La crueldad paterna
Con
respecto a Franco, Chalmet contextualiza antes el Ferrol miserable que vio sus
primeros días, y el ambiente militar en el que creció el niño, cuyo padre, por
su condición de marino en las colonias, era uno de esos que llevaban una doble
vida difícilmente confesable. Hasta el punto de que Franco tuvo un medio
hermano filipino tres años mayor, al cual el padre llegó a reconocer. Poco
después, se casaría con Pilar Bahamonde (ella de catorce años; él, treinta y
dos). De tal modo que “Paquito Franco creció detestando cada día un poco más a
ese padre injusto y fastidioso: las reacciones anticlericales y liberales, al
igual que el humor mordaz que desplegaba con gusto, generaban conflictos y
aparecían como provocaciones en el marco de aquella microsociedad bienpensante y
ultratradicionalista”. Un clima que hizo de él, al que llamaban Cerillita, un
niño discreto. “Es probable que su baja estatura le hiciera objeto de burla.
Evitaba expresarse a menos que no fuera absolutamente necesario porque, además
de ser pequeñito, Paquito se avergonzaba de su voz aflautada, demasiado aguda y
especialmente afeminada”. Introvertido, acomplejado, el futuro dictador quiso
encontrar la gloria, “probarse a sí mismo y a los otros que no era el
hombrecillo que todos creían; y todo esto con un trasfondo de odio reprimido…”.
En verdad,
es el odio el punto en común de todos estos políticos autoritarios. Mao tuvo
una infancia feliz rodeada de mujeres, pero no tardó en quedar seducido por las
prácticas de tortura que podían servir para intimidad a los funcionarios: “Mao
haría estrujar con pinzas de bambú los testículos de aquellos que estaban bajo
sospecha... un ejemplo entre otros cuyo origen podemos rastrear en los jóvenes
años de Tse-tung”, cuando vio ejemplos similares en otros contextos. Luego
conoceremos la vida de Mussolini, que al no hablar durante los tres primeros
años, le fue diagnosticado retraso mental. El padre, cómo no, era partidario de
los castigos corporales, en su caso para “forjarle el carácter”. De ahí surgiría “una personalidad mórbida,
autoritaria, ambivalente y excesiva. Un personaje astuto que no sabía
distinguir con facilidad entre el bien y el mal y a quien la violencia
compulsiva conducía al límite de la psicopatología”.
El libro
se cierra con el iraquí Sadam Husein,
cuya madre lo rechazó al nacer, hasta el punto de intentar provocarse un
aborto, y que tuvo un padrastro que abusó sexualmente de él. “Sadam lo sentía
acercarse, rodeándolo cada vez más, trepándosele como una bestia malvada
siempre lista para abalanzarse sobre él. Ya adulto, Sadam no soportaba que lo
tocasen. Impuso su proxemia a todos sus huéspedes internacionales, incluidos los
más eminentes. Los médicos personales de Sadam les advertían la distancia
exacta que debían respetar cuando se acercaban al Rais”. Y al fin llegamos al
centroafricano Bokassa, “uno de los
más sanguinarios tiranos del continente”, fiel a la tradición de comerse a los
adversarios caídos en combate para apropiarse de sus fuerzas. Un ejemplo
espeluznante que trascendía el campo de batalla, pues «mandó matar a la
costurera de una de sus esposas para extraerle su hígado y destinarlo a “recargar”
un fetiche» y que tenía entretenimientos tan inhumanos como el de arrojar vivos
a sus rivales a los leones y los cocodrilos de su zoológico personal.
Publicado
en La Razón, 29-IX-2019