Año 399 a. C. Enfrentado a la dictadura de Critias, acusado de no creer en los dioses en los que Atenas confía y haber corrompido a la juventud con sus enseñanzas, Sócrates rechaza la evasión que Critón le propone para escapar a su condena: el suicidio. Así lo testimonian los 281 votos a favor de su muerte frente a los 275 que piden su absolución. A los 70 años, bebe cicuta en compañía de sus discípulos, justificando la postura de aceptar su destino, y conversa sobre la inmortalidad del alma hasta que el veneno le hace efecto.
Esta ética de la muerte, impresionante, aún conmueve y admira siglos y siglos más tarde; consecuente con sus principios de dignidad, Sócrates se enfrentó al sistema social de su tiempo, dándonos un legado aún más legendario por cuanto pasó a la historia sin que nos llegara una línea suya. Fue Platón quien, en obras como su diálogo “Fedón”, nos trajo su voz, para hacerle afirmar que, pese a que no es demasiado apropiado un gesto que implique darse muerte, el alma logra una aliviadora liberación cuando abandona esa especie de tumba carnal que llamamos cuerpo. Sócrates se planteó, se replanteó todo, buscó los porqués, y ese pequeño paso marca un «antes» y un «después» en la historia de la filosofía: a un lado, los presocráticos, al otro, los discípulos de Sócrates: Platón, Aristóteles… y mil más.
Este pensador inagotable llevado infinidad de veces a todo tipo de libros reaparece ahora en un trabajo que aspira a cierta originalidad en su enfoque. Lo firma Armand D’Angour con un título que podría ser algo engañoso, pues “Sócrates enamorado” (traducción de Amelia Pérez de Villar), pretendiendo evitar al ateniense ya conocido, del que se saben cosas cuando era un hombre de mediana edad, propone preguntas sobre cómo fueron sus primeros años de vida, qué le impulsó a hacerse filósofo o en quién se inspiró para desarrollar su doctrina del amor. Sin embargo, el asunto íntimo y amatorio sólo ocupa pasajes dispersos en contraste con lo que se quiere proyectar, y sabe a poco.
D’Angour, en este su tercer libro, el primero en español, de todas formas nos muestra magníficamente a un Sócrates que “puso todo su afán en convertirse en héroe y quiso aprender toda la verdad sobre el amor. Porque al final fue por amor al conocimiento y a la justicia por lo que murió”, logrando ser “un ejemplo moral e intelectual para la posteridad y el primer, y más grande, héroe que tuvo la filosofía”. Veremos en estas páginas, claro está, su «amor por la sabiduría», que es lo que significa la palabra griega “philosophia”, e intuiremos a aquel que estuvo profundamente interesado en el amor, pues no en balde Platón nos habló de un Sócrates que se jactaba de estar «siempre enamorado», mientras que Jenofonte dice que Sócrates afirmaba que no era capaz de citar «un momento de su vida en el que no hubiera estado enamorado de alguien».
Aspasia y Jantipa
El ensayista, también músico clásico, por cierto –toca el violonchelo– recuerda que ambos autores hicieron constar que Sócrates amaba a una persona: el bello Alcibíades, veinte años menor que él, como se desprende del “Protágoras” de Platón, si bien en “El banquete” Alcibíades niega que Sócrates fuera alguna vez su amante en un sentido que no fuese el espiritual (de ahí la expresión «amor platónico»). En cualquier caso, en estos asuntos hay que remarcar la figura de Aspasia, famosa por haberse unido al político Pericles, maestra de retórica y logógrafa, que era casi un alter ego en femenino de Sócrates y la cual, se colige de los diálogos platónicos, le enseñó todo sobre el amor disfrazada del personaje Diotima. D’Angour afirma que esta mujer venida de Mileto cambiará la vida del pensador para siempre. De ella recibiría la reflexión de que el amor “comienza por desear un compañero, pero termina trascendiendo la simple atracción física. El verdadero amor tiende a sacar lo mejor de la otra persona y luego a intentar dar un fruto, producir algo bueno que trasciende al individuo y que tiene un impacto duradero, que va más allá de su propia trayectoria vital”.
Es la propia Aspasia quien le presenta a Jantipa, que será la siguiente esposa de Sócrates (tras convivir con Mirto durante dos décadas) y supuesta madre de sus tres hijos. Jantipa, de cuna noble, admira “la visión igualitaria” de su amante (las malas lenguas la tratan de mera concubina y hasta acusan al filósofo de bígamo); cuando se convierten en pareja, él es un hombre maduro y ella una veinteañera, así que para D’Angour su relación no fue uno de esos amores que “cambian la dirección de una vida, y desde luego no transformó su forma de pensar”. Forma de pensar que aún hoy es ejemplo de dialéctica inteligente y tolerante a la hora de defender argumentos, de cómo el poder de la palabra, así sin más, la impronta de la oralidad y el modo en que la acogen los demás, puede remover conciencias y alcanzar la Verdad.
Publicado en La Razón, 6-II-2020