En 1990, poco antes de la
desmembración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se publicaba la
obra inacabada “Asistencia obligada”, que hace poco tuvimos al alcance en
español por medio de Ediciones del Subsuelo. Era la oportunidad para conocer la
crueldad y la psicología del miedo que tan bien describió uno de sus autores,
Borís Yampolski, que junto a Ilyá Konstantínovski fueron dos testimonios de un
clima de represión que vivieron multitud de colegas poetas, narradores y
dramaturgos. Todo ello era especialmente intimidante desde la Unión de
Escritores Soviéticos, en cuyo primer congreso, en 1934, se proclamó el
realismo socialista. Aquel libro ofrecía la recreación de un ambiente kafkiano,
de asfixia, temor, desconcierto. El caso es que el escritor de turno recibía
una carta en casa con la convocatoria de las reuniones, en la que ponía:
“Asistencia obligada” y en las que, a juicio de Konstantínovski, “se decidía la
vida y la muerte. Para nosotros, hacían las veces del rezo, la confesión, los
libros, el circo, la opereta… Eran más trascendentes y terribles que un consejo
médico. Eran un patíbulo”.
Allí se
controlaba a los escritores, se enviaban proclamas que había que seguir al
dictado, se hacían amenazas subliminales. Los escritores progubernamentales,
súbditos obedientes, todos de mediocre altura literaria, estaban especializados
en hacer la pelota a los mandatarios que enviaban a los escritores a campos
penitenciarios y les condenaban al ostracismo después de criticarlos
públicamente. No extraña que para Konstantínovski aquello se tratara de
“largas, sombrías reuniones-matadero, reuniones-degollantes, reuniones en las
que se producía una rápida deshumanización de los hombres”. Unos encuentros
“obligados” en los se decidía quién tenía que estar en la lista de los
aceptados y lo que había que repudiar, hasta el punto de que se malogró la
carrera literaria de autores tan relevantes como Borís Pasternak.
Esa
pareja de escritores y amigos, que tan bien explicaron cómo el sistema
estalinista «retorció, aherrojó, derribó y estampó contra el suelo, en el
fango, a un gran número de talentos que aún nadie ha contabilizado», citaban
entre sus papeles a un autor muy admirado por ellos, Vasili Grossman. Se
evocaba en “Asistencia obligada” la última conversación de Yampolski con el
autor de la magna “Vida y destino” –cuando ya era un hombre quebrado, vigilado,
destinado al oprobio, con su novela confiscada y viviendo de forma miserable–
como su triste entierro. Pero así trataba la URSS a los escritores que no
obedecían sus dictámenes: hombres del Estado entraban en el hogar del artista,
la registraban y se hacían cargo de la “novela represaliada”, además de
adueñarse del resto de material y hasta de las cintas de las máquinas de escribir,
llevándose el trabajo de toda una vida.
Juicio al estalinismo
A
propósito de todo ello, en los próximos días se pone a la venta “Vasili
Grossman y el siglo soviético” (traducción de Gonzalo García),de Alexandra
Popoff, que ha hecho sin error a equivocarnos la definitiva biografía de este
autor que no pudo ver su obra cumbre. La escribió en 1959, él murió en 1964, y
hasta 1988 no vio la luz en Moscú, bajo el gobierno de Mijaíl Gorbachov,
mientras que en España había llegado en 1985, pero traducida del francés; más
adelante, se convertiría en todo un libro superventas cuando se recuperó,
traducido por fin del ruso, en 2007. «Sometió a juicio al estalinismo,
yuxtaponiendo los crímenes contra la humanidad que los soviéticos perpetraron
con los cometidos por los nazis. En 1960, dos años antes de que el mundo
conociera la experiencia de Solzhenitsyn en el Gulag, Grossman completó su
denuncia de las dos dictaduras y los sistemas de esclavitud que fundaron.
Decidirse a intentar publicarla en la URSS fue un desafío de extremada
valentía», escribe la también experta en la vida de Lev Tolstói y su mujer
Sofia.
La investigadora
se refería a “El archipiélago Gulag”
(1973), de Aleksandr Solzhenitsin,
quien arrojó luz sobre la llamada «reeducación» promulgada por el Gobierno
soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos», para denigrar o hacer
desaparecer todo aquel sospechoso de estar contra el poder establecido; así,
Lenin y Stalin, con la excusa de reformar a delincuentes y
antirrevolucionarios, segarían entre los años 1921 y 1953 la vida de entre
veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. Por otra
parte, tendríamos el caso similar de que la novela de Borís Pasternak «Doctor
Zhivago», que tan popular se hizo gracias al cine, que no se publicó en Rusia
hasta 1988, con el cambio histórico que impulsó la perestroika. En su día, un
par de editoriales moscovitas habían rechazado publicar, si no podían retocarla
a su antojo, la historia del doctor Yuri Zhivago, ambientada en la Primera
Guerra Mundial, la Revolución Rusa de 1917 y la posterior Guerra Civil de
1918-1920.
Se calcula que,
durante el periodo soviético, fueron detenidos unos dos mil escritores, y unos
mil quinientos fueron encarcelados o llevados a campos de concentración. Por su
parte, Pasternak moriría en 1960 apenado y con la espada de Damocles en forma
de perpetua amenaza a ser expulsado de la Unión Soviética. Le había costado
escribir su novela diez años (de 1945 a 1955), y vería la luz, tras su edición
italiana, en casi veinte lenguas diferentes. Y su colega Grossman tuvo una
andadura similar, pues su carrera literaria despegó con gran éxito –antes se
había formado como ingeniero–, sobre todo cuando tras
el estallido de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en corresponsal de
guerra para el Ejército Rojo, publicando grandes crónicas de las batallas de
Moscú, Stalingrado, Kursk y Berlín. Muy en especial, su testimonio sobre los
campos de exterminio nazis, escrito tras la liberación de Treblinka, un
documento que, incluso, fue utilizado como prueba en los juicios de Núremberg.
Popoff
cuenta con detalle todas vicisitudes, las exitosas y las calamitosas, de un
Grossman que apuntó: “No hay lógica ni verdad en la condición presente, en que
yo esté materialmente en libertad cuando el libro al que he dado mi vida está
en prisión. Como yo lo he escrito, no he renunciado a él y no renuncio… pido
que mi libro quede en libertad”. Sin embargo, cuando un cáncer le arrebató la
vida, Grossman parece ser que suponía que la obra se había perdido o quemado.
Por fortuna, unos amigos lograran recuperarla, microfilmarla y pasarla
clandestinamente hasta que llegó a Lausana. No era esta la primera de las
desgracias para un autor cuya madre había sido asesinada por los nazis en su
localidad natal, Berdíchev, en Ucrania, durante una de las primeras masacres de
judíos en los territorios ocupados a la Unión Soviética. “Este destino
constituyó el pilar de la motivación vital de Grossman. Lo llevó a destacar
como uno de los primeros cronistas del Holocausto y explica la determinación
con la que se esforzó por contar toda la verdad sobre el mal global que
trajeron consigo los regímenes totalitarios del siglo XX”, apunta la investigadora.
Es más, señalando cómo en efecto Grossman tuvo que sufrir el antisemitismo por duplicado, con Hitler y con Stalin, Popoff advierte lo necesario que es conocer la obra de un escritor cuya prosa es esencial no sólo para entender el “pasado totalitario de Rusia, sino su presente autoritario”.
Publicado en La Razón, 20-IX-2020