En 1914, aparecía un texto en la prensa titulado “Más allá de la contienda”, de Romain Rolland, que se convertiría en el panfleto antibelicista por antonomasia de la época. De él dijo su amigo Stefan Zweig: “En medio de las peleas discordantes de las facciones, este ensayo fue la primera declaración en poner una nota clara de justicia imperturbable, y trajo consuelo a miles de personas”. Y así fue porque el escritor francés, con intensa emoción, se dirigió a la sociedad entera con estas palabras de reproche por enviar a millones de jóvenes al ocaso: «Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra europea».
La sensatez de Rolland, sin embargo, contrastará con una realidad –“No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias”– que le estaba terca y brutalmente contradiciendo. Y es que las estadísticas de la Gran Guerra son implacables: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio, muchos de los cuales podrían firmar esta carta de un soldado francés desde Verdún, en marzo de 1916, reproducida por J. Prats en su “Historia del mundo contemporáneo” (1996): «Esos tres días pasados encogidos en la tierra, sin beber ni comer: los quejidos de los heridos, luego el ataque entre los boches (alemanes) y nosotros. Después, al fin, paran las quejas; y los obuses, que nos destrozan los nervios y nos apestan, no nos dan tregua alguna, y las terribles horas que se pasan con la máscara y las gafas en el rostro, ¡los ojos lloran y se escupe sangre!».
Los mil y un ejemplos de este tipo de experiencias que la bibliografía de las últimas décadas nos ha traído no cesan, y se asoman en novedades editoriales que intentan enfocar la Primera Guerra Mundial desde nuevos enfoques. Uno de ellos es este brillante «El mundo en vilo. La ilusión tras la Gran Guerra», de Daniel Schönpflug (traducción de Lucía Martínez Pardo), profesor universitario en Berlín y especializado en historia europea de los siglos XVIII, XIX y XX.
Libros y amapolas frustrados
Leemos en un momento dado: “Un día, una hora. La entrada en vigor del armisticio, determinada arbitrariamente por los negociadores, parece sincronizar en un momento millones de vidas. No obstante, ese momento se vive de maneras muy distintas: mientras unos se abrazan exultantes y otros temen por su futuro, la guerra prosigue en muchos lugares del mundo donde ni siquiera se sospecha que en Compiègne acaba de firmarse un documento que hará historia”. Y dentro de esa historia general, el autor se fija en “relatos individuales asíncronos”, cuando en noviembre de 1918 Europa es un lugar asolado que tiene que enfrentarse a la reconstrucción, y por lo tanto, a una serie de proyectos ilusionantes. Para ello, coloca en su cronología de sucesos a figuras de la talla de Virginia Woolf, en un tiempo en que intenta publicar sus escritos, o a Moina Michael, profesora y humanitaria estadounidense que concibió la idea de usar amapolas como símbolo de recuerdo para quienes sirvieron en la contienda armada.
El quid de la cuestión es que todas aquellas posibilidades que se abrían ante la población y que generaba ilusión fue al cabo algo frustrado, pues el tiempo subsiguiente no acabaría configurándose como el de una paz desde la que reinventarse, tanto las propias naciones como los vínculos internacionales, sino que sería meramente un periodo de transición hacia otro conflicto universal, de ahí que sólo acabaría siendo un “periodo de entreguerras”. Para entenderlo, el autor nos lleva a determinados instantes del año 1918, en una gran lección de historia puntillosa, en que se conoce de cerca los últimos movimientos estratégicos de unos y otros, y sigue la senda de cierto personaje, Alvin C. York, que, tras sufrir el hambre y las bombas, vuelve a su hogar estadounidense y recibe un cálido recibimiento. Conocemos así cómo vio el fin de la guerra la población norteamericana, con un Harry S. Truman llegando al puerto de Nueva York a bordo de un buque requisado a los alemanes.
Marchel Duchamp, Alma Mahler, Walter Gropius, Arnold Schönberg o Gandhi son algunas de las personalidades eminentes que, desde sus pequeños movimientos, dan vivacidad y verosimilitud a la inquietante atmósfera que se respira en una etapa en que, ya en 1919, florecen muchos sueños “mientras otros se desmoronan, como por ejemplo las esperanzas depositadas en las negociaciones de París y Versalles: la fantasías de omnipotencia de los vencedores, los sueños de libertad nacional e independencia, la fe en la creación de un nuevo orden mundial justo y pacífico, la callada expectativa de los perdedores de que las consecuencias de la guerra puedan ser menos terribles de lo que temen”. Se trata, dice el autor, de una paz engañosa, documentando todos los acuerdos que se cierran en falso, que son una cortina de humo que se mantiene para nublar una obligación moral de reconciliación que no se daría, como lo demostrarían los hechos acaecidos a finales de los años treinta.
Publicado en La Razón, 21-XI-2020