jueves, 26 de noviembre de 2020

Mishima o el ritual de la muerte


He aquí un caso de suicidio elevado a la enésima potencia militar, política, sociológica e histórica. Lo protagonizó Yukio Mishima, en Tokio, el 25 de noviembre de 1970, a quien aún no lo ha devorado su propio personaje, aun siendo su vida entera y las actividades a las que se dedicó más que suficientes para eliminar al artista y quedarse con el individuo extravagante que preparó al dedillo su suicidio y, como dice Javier Marías en un artículo, protagonizó toda clase de majaderías. Queda su potente obra, novelas, cuentos, ensayos, y muchos otros textos de teatro Kabuki y demás trabajos secundarios que nunca llegarán a Occidente. Mishima nos dejó, entre muchos textos destacables, “Confesiones de una máscara” (1951), su debut narrativo con el que obtuvo un enorme éxito, y la tetralogía “El mar de la fertilidad”, pero también una existencia marcada por la obsesión por la muerte y por restaurar el Japón más rancio, el del culto al emperador. 

Felizmente, decíamos, la obra perdura, y las excentricidades del autor ya se han vuelto anecdóticas, aunque algunas anécdotas tengan un trasfondo inquietante y hasta sanguinario: su complejo de tipo bajito que dedicó sus últimos quince años a hacer pesas y a fotografiarse en poses entre religiosas y sensuales, la fundación en 1967 de un grupo de extrema derecha llamado Tatenokai, formado por cien jóvenes a los que adiestraba bajo la idea de servir a la patria frente a una sociedad consumista y decadente, su harakiri –que había perdido popularidad desde la Segunda Guerra Mundial– al fin en el despacho del jefe del Estado mayor del ejército, en protesta contra la desmilitarización de Japón y la pérdida de sus valores tradicionales... 

El Mishima adulto, narcisista, que se creía un genio y ansió el premio Nobel, que grabó discos, viajó por todo el mundo, se casó y tuvo hijos para complacer a su madre a pesar de su homosexualidad, el que se libró de ir a la guerra y a la vez anheló una muerte heroica y anónima, es víctima de una trayectoria familiar espeluznante: su tiránica y demente abuela destruyó su infancia con crueldades diversas; el padre, de tendencias nazis, le prohibió escribir, le obligó a cursar Derecho y ni lamentó su suicidio. A Kimitake Hiraoka (su verdadero nombre) ese desapacible entorno le hace ser un adolescente inestable, un hombre que se salva por la disciplina del trabajo y la creatividad de su talento. 

Dos decapitaciones 

El lector tiene una prueba de ello gracias a la novela de 1954 “El color prohibido”, uno de los cuatro libros que ha reeditado hace poco la editorial Alianza en formato bolsillo a un precio económico (los otros son “Sed de amor”, “Confesiones de una máscara” y “El marino que perdió la gracia del mar”); una obra aquella que contaba la historia de un triángulo amoroso infructuoso –un escritor sexagenario y dos jóvenes, un hermoso chico gay y una muchacha– ambientado en el Tokio de la posguerra. Qué clase de dolor, de rabia, de impotencia, recorrería a Mishima para, luego de visitar a su editor para darle la última parte de su tetralogía, ser capaz de entrar en el cuartel de la Fuerza de Autodefensa, con cuatro hombres del comando de extrema derecha que había fundado y, con la excusa de visitar a un general para enseñarle una valiosa espada, maniatar a éste y reducir a los guardias. Entonces, sale al balcón para proclamar sus arengas a un público que hasta se mofa de él, y luego, se deja el torso desnudo, se asienta sobre los talones y, tras gritar tres veces «larga vida al emperador», se clava una daga. 

Tal cosa la tenía ensayado como actor en la película “El rito del amor y de la muerte”, y a continuación se dejó decapitar al fin por un compañero, Furu Koga, que necesitó tres tentativas para lograr el propósito de cortarle la cabeza a él y al que fue probablemente el amante del autor, Masakatsu Morita: “Y ahora, reservada para el final, la última imagen y la más traumatizante –nos dice Marguerite Yourcenar en “Mishima o la visión del vacío” (Seix Barral, 1997)–; tan impresionante que ha sido reproducida muy pocas veces. Dos cabezas sobre la alfombra, probablemente acrílica, del despacho del general, colocadas la una junto a la otra, casi tocándose, como dos bolos. Dos cabezas, dos bolas inertes, dos cerebros en que ya no irriga la sangre, dos ordenadores detenidos en su tarea, que ya no seleccionan, que ya no descifran el perpetuo flujo de imágenes, de impresiones, de incitaciones y de respuestas que pasan cada día por millones a través de un ser, para formar todas juntas lo que se llama la vida del espíritu, e incluso la de los sentidos, y que motivan y dirigen los movimientos del resto del cuerpo”. 

Honrar la cultura nipona 

Clavarse una daga o una espada en el estómago representaba para Mishima «la masturbación definitiva», una explosión de vida y muerte. Sin duda, una suprema contradicción al hilo de lo que dejó escrito en una nota hallada en su escritorio póstumamente: «La vida humana es breve, pero yo quisiera vivir siempre». Lo explica Juan Antonio Vallejo-Nájera en “Mishima o el placer de morir” (Planeta, 1995), en que habla de la importante de tal muerte ceremonial y de tan elevada dignidad. Otro autor, Javier Marías, en un artículo de su libro “Vidas escritas” (Alfaguara, 2000), habla de que en la sociedad japonesa el concepto de imitación era complementado con el del suicidio por honor, y de que «en épocas no muy lejanas, al final de la Segunda Guerra Mundial, fueron no menos de quinientos los oficiales que se suicidaron (así como un buen puñado de civiles) para “responsabilizarse” de la derrota y “presentar disculpas al Emperador”. Entre ellos se encontraba un amigo de Mishima, Zenmei Hasuda, quien antes de honrar “la cultura de mi nación, que es morir joven” y saltarse la tapa de los sesos, aún tuvo tiempo de asesinar a su inmediato superior por haber este criticado al Emperador divino». 

Ahora, toda esta historia particular dentro de la historia japonesa del siglo XX, viene reflejada en “Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurái” (La Esfera de los Libros), en que Isidro-Juan Palacios intenta desvelar ese «misterio envuelto en arte» de «cómo un hombre, en la cima de la celebridad y la gloria, pudo morir así como lo hizo». Este profesor de Oratoria madrileño nos lleva al Japón premoderno de la infancia de Mishima y al que se occidentalizó tras la Segunda Guerra Mundial, a lo largo de unos años que dieron pie a una ingente cantidad de libros pese a la muerte temprana del autor, a los cuarenta y cinco años, dejando «entre novelas, ensayos, cuentos, piezas teatrales, guiones cine­matográficos... doscientas cuarenta y cuatro obras». Palacios, además, entre otras curiosidades, remarca que Mishima conocía a la perfec­ción varios estilos de su lengua, así como el japonés medieval, que fue un perfecto calígrafo, un maestro de ken­do, piloto de reactores, atleta y orador consumado; y evoca a otra cumbre de la literatura japonesa, Premio Nobel 1968, que dijo de él: “Un genio como Mishima solo aparece en la humanidad cada trescientos o cuatrocientos años”. 

Publicado en La Razón, 16-XI-2020