Ha nacido una estrella en el firmamento teatral bilingüe, pues hay dos lenguajes, más el corporal, más el del clown y el del drag king, el propio del que abandera un desparpajo universal, en el espectáculo que se pudo ver durante cinco días en el Teatre de la Gleva. Lo protagonizó Ivan Foix, con el apoyo del pianista Manuel Torralba, en lo que denominó Cabaret Foixesc. Una hora desternillante y descarnada, en que este joven de veintidós años se atreve a hablar de sus "memorias", que no pueden ser otras que las del recuerdo de la infancia, la adolescencia, el trato familiar, el paso por la universidad.
Con una vis cómica fuera de lo común, extraída de la arrolladora personalidad del propio Foix, natural y honesto, este comparte ideas y anécdotas que jalonan toda una trayectoria, haciendo un ajuste de cuentas con los padres –interpelando por lo tanto a todos los que lo somos–, ironizando sobre los absurdos castings teatrales o las inexistentes salidas laborales tras licenciarse de la facultad. El género, en efecto, es del cabaret, en el que el público ríe, sonríe, contesta a las preguntas del intérprete, que recita su guion y a la vez improvisa, siente y rememora, se duele, se burla de sí mismo en grado extremo: de su sexualidad, de su rol de hijo, de su futuro.
No se equivoquen frente al horrendo cartel en que Foix y Torralba aparecen en una imagen que nada tiene que ver con la obra pero que transmite ese tono desenfado, desnudo, desmelenado de un monólogo perfectamente estructurado, con entradas y salidas del protagonista y un juego de luces –que también participa de la narrativa– mientras el pianista ejecuta piezas de forma magnífica y, de forma eventual, actúa de interlocutor de Foix. Este, en un momento dado, se desdobla en una chica (Sally, la llama), dándonos con ella una lección de vida, nostálgica y entrañable, al aludir a cómo, de niños, no tememos cómo somos, cómo nos ven. Simplemente somos, estamos en el mundo. El mismo modo en que presenciamos, gozamos, Cabaret Foixesc.