En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Eduardo Corrales.
Si tuviera que
vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Seguramente
Gijón, pero echando terriblemente de menos el lugar donde he crecido y vivido
la mayor parte de mi vida.
¿Prefiere los
animales a la gente? Depende de qué gente. Salvaría la vida de mi gato,
Marlowe, antes que la de ciertos seres humanos.
¿Es usted
cruel? No. La crueldad me pareció siempre, con cualquiera
de sus disfraces, un refugio para cobardes.
¿Tiene muchos
amigos? Tengo unos pocos amigos que, por su magnitud humana,
son como centenares.
¿Qué cualidades
busca en sus amigos? No hice un proceso de selección, como un
departamento de personal. Mis amigos vinieron dados por la vida, algunos desde
la infancia, otros en la juventud, compartiendo con ellos infinitas horas de
trabajo. Cada cual demostró, sencillamente, algo tan difícil como que se podía
contar con ellos.
¿Suelen
decepcionarle sus amigos? Nunca lo han hecho. Y, en
cualquier caso, creo que los amigos están unidos, también, por el desencuentro.
¿Es usted una
persona sincera? No suelo mentir.
¿Cómo prefiere
ocupar su tiempo libre? A menudo desearía desocuparlo de cualquier actividad
siquiera lejanamente productiva.
¿Qué le
escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? El
insulto permanente a la inteligencia cada vez que enciendo la tele. Los
eufemismos. La normalización de la barbarie. El triunfo de los mediocres. El éxito
de los mezquinos.
Si no hubiera
decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Escribo,
pero no puedo decir que sea escritor, en el sentido que apunta la pregunta. No
me dedico profesionalmente a la escritura. Por eso puedo responder que, lo que
habría hecho de no ser lo que no soy, es ser lo que soy: ahora mismo, profesor
de instituto; antes, un buen puñado de oficios dispares.
¿Practica algún
tipo de ejercicio físico? Desde niño me gustó correr. Y sigo
haciéndolo todas las semanas. He corrido varias maratones. Siempre me sedujo la
lírica del corredor de fondo.
¿Sabe cocinar? He
vivido solo y sobreviví.
Si el Reader’s Digest le encargara
escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién
elegiría? Ya que ésta es una entrevista literaria, elegiré a
un escritor. Y por justicia escogería a Luis Cernuda. Su figura literaria y
humana es un ejemplo de hondura, un autor complejo, de esos a los que se puede
leer durante una vida entera y siempre se descubren cosas nuevas con cada
lectura. A menudo me lo imagino en el contexto que narra en su poema 1961, que
me parece uno de los mejores poemas que se hayan escrito en español en el siglo
XX.
¿Cuál es, en
cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Camarada.
¿Y la más
peligrosa? Olvido.
¿Alguna vez ha
querido matar a alguien? Nadie en su sano juicio dejaría tal afirmación por
escrito.
¿Cuáles son sus
tendencias políticas? Si alguien dice algún día de mí, como un “ínclito” periodista
dijo hace poco de Pepa Flores, “ni guapo, ni simpático, ni buenecito: prosoviético”,
me quedaría satisfecho.
Si pudiera ser
otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Me gusta ser lo
que soy. Pero aceptaría de buena gana poder dedicarme a tiempo completo a la
literatura.
¿Cuáles son sus
vicios principales? Leer, salir a pasear por donde haya poca gente,
mirar por la ventana y pasar el tiempo con mi mujer, Julia.
¿Y sus
virtudes? Encuentro muy poco estilo en hablar bien de uno
mismo.
Imagine que se
está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la
cabeza? Supongo que lo primero que me vendría a la cabeza es
un momento de mi infancia, el de un día que me empujaron a una piscina envuelto
en una toalla. Lo recordaría porque aquella vez sentí una gran angustia, el
peso de la toalla mojada alrededor me hizo pensar que me ahogaba. Después de eso,
si el esquema clásico es ver pasar la vida en imágenes, tengo mis dudas, pero
diría que me pasarían muchas de mi infancia, menos de mi juventud, y bastantes
de mi vida adulta, como el rostro de los seres queridos. En cualquier caso, es
probable que el esquema clásico de los vencidos por una muerte inesperada y
repentina no apareciera por ninguna parte; me temo que en mi cabeza no cabría
otra idea que la de acercarme a la playa, en un esfuerzo enloquecido.
T. M.