En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Lorel Manzano.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? La
Nao de China. Viviría en un viaje transpacífico sin fin, sorteando corrientes y
vientos entre Manila y Acapulco. Los galeones llevaban un mundo sobre el mar:
seda, especias, biombos japoneses y hasta ochocientas personas abordo. Se
acompañaban con aquellos libros de las horas, hagiografías, algún Quijote,
y junto a sus cartas de navegación aparecían los astrolabios, sextantes de
bronce. Durante la calma chica, contaban que había sirenas perversas y animales
marinos tan inmensos como para devorar el galeón. Era muy peligroso, y quienes libraban
los altercados de navajas, el escorbuto y la desesperación, descendían a tierra
firme con el vaivén del barco en la cabeza. Me quedaría más de dos siglos en la
Nao de China.
¿Prefiere los animales a la gente? No.
Los animales me fascinan, admiro la perfección hasta del más pequeño ejemplar
de la naturaleza. Entre los recuerdos entrañables de mi infancia figuran
renacuajos, peces, cangrejos, orugas, gatos, perros, cotorros australianos, un
chivo y una yegua. Pero también la gente me cautiva: cuando alguien ríe, se
apasiona, miente o tiene miedo. Acostumbro a contemplar a las personas y a
descubrir los rasgos animales que hay en ellas.
¿Es usted cruel? No lo
soy. La crueldad me subleva. Sin embargo, soy muy rencorosa y nunca olvido una
ofensa grave. Creo que heredé de mi abuelo esa manera delirante de no olvidar el
agravio. Mi viejo siempre dijo que no perdonaría la traición ni siquiera en el lecho
de muerte, menos aún después de muerto. Mi abuelo fue un hombre de palabra.
¿Tiene muchos amigos? No.
Tengo muchos conocidos y colegas a quienes aprecio e incluso admiro, pero a mis
amigos los cuento con los dedos de una mano.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? El
buen sentido del humor, la solidaridad, y la generosidad para regalarme sus
confesiones.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? Nunca.
Todo lo contrario: cada vez los quiero y atesoro más. Mis amigos son como árboles
frutales que cada primavera se vuelven más frondosos y colman mis paisajes
interiores de frutos que son un regalo de la vida.
¿Es usted una persona sincera? Sí.
Soy una persona sumamente sincera para expresar mis sentimientos y opiniones,
así como para conducirme conforme a éstos, pero sé mentir con cierta maestría.
Soy escritora. Y desde niña recurrí al arte mayor de la mentira para escapar a
los castigos de mi madre, una férrea generala. Desde hace tiempo aspiro a construir
una estructura narrativa cuya lógica se sustente en la mentira.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Viendo
buen cine alguna tarde, o en el chisme y la maledicencia. Por otra parte, como
siempre tengo buena disposición para la aventura, me he hecho de tiempo para convertirme,
por ejemplo, en la traductora simultánea de un prusiano difunto durante una sesión
espiritista.
¿Qué le da más miedo? El
tiempo y los finales. Cuando el tiempo se agota, el final está próximo y
siempre es fatal porque cierra, corta, separa. Ricardo Piglia decía que el
final es la ausencia. Le temo a la despedida irrevocable de quien promete
regresar más tarde y nunca vuelve. A un último gesto en la terminal de
autobuses, en una estación de trenes o en un aeropuerto, cuando el tiempo llega
a la hora exacta del final.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? Muchas cosas, acaso
porque me cuesta comprender el maltrato animal, el abuso infantil, la violencia
de género, la brutal explotación de los hombres... es decir, me afecta el abuso
del poder expresado en todas sus formas y dimensiones. Me escandaliza el
cinismo de los medios de comunicación, bien llamados el cuarto poder, cuando
tergiversan la realidad para “formar” la opinión pública y llevar agua a sus
molinos.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho? Habría
sido diatribista dialéctica profesional.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Poco.
Tengo en mente el trágico final de la rana de Augusto Monterroso que se dedicó
a hacer sentadillas y a saltar... Por supuesto, disfruto caminar, andar en
bicicleta y, desde la pandemia, acostumbro a bailar sola por las noches.
¿Sabe cocinar? Poco.
Tengo unas cuatro recetas muy buenas para ofrecer a los amigos y comidas muy
sencillas para mi cotidianidad. Me resulta más placentero comer y hacerlo de
manera comunal entre delicias, mejor aún cuando hay maestros tragones en la
mesa. Aunque, bien es sabido, el placer es la madre de todos los vicios y así lo
demuestra Marco Ferreri en su Gran comilona (expresivo título en
español) con un alarde pantagruélico del manjar que muestra las dos caras del
hedonismo: el placer y la destrucción.
Si el Reader’s
Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje
inolvidable», ¿a quién elegiría? A
Renata von Hanffstengel. Profesora, fotógrafa e investigadora de la Universidad
Nacional Autónoma de México. Mujer de una pieza que cargaba en su concha de
caracol el gran archivo del exilio germano hablante en México. Renata pasó su juventud
en la Alemania de Hitler como hija de una mujer chiapaneca y un oficial de las
fuerzas armadas. Contaba del silencio al que estaban sometidas ella y sus
hermanas para no delatarse como hijas de una madre mexicana. Más adelante, debió
salir de Alemania, estudiar en Estados Unidos y llegar finalmente a México con
una pregunta que ningún profesor adoctrinado en las teorías de Adam Smith
respondió: ¿cómo muere un imperio? En México, Renata publicó un material muy
diverso y dio a conocer la labor humanitaria de don Gilberto Bosques, canciller
mexicano en la Francia de Vichy que sacó de la Europa incendiada a personas de
la comunidad judía, combatientes de las brigadas internacionales, a los
republicanos sin esperanza de vida en el franquismo... Una historia larga,
tremenda, que bien pudo Renata documentar y hermanar en México, gracias a su
inteligencia, encanto y honestidad. Mujer de una pieza, fotógrafa del escritor
José Revueltas, maestra dura que cuestionó a quién sabe cuántas generaciones
sobre el difícil arte de pensar y, con el dominio grande de la palabra, preguntó
una y otra vez: ¿cómo muere un imperio?
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza? Vida.
¿Y la más peligrosa? Venganza.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Claro
que sí, pero me hubiera conformado con incendiarle la casa.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? No
tengo ninguna tendencia política. Sólo ansío vivir en una sociedad que privilegie
el reparto justo de la riqueza, lleve a la práctica la inaplazable necesidad de
conservar los recursos naturales, en consonancia con el bienestar de las
comunidades históricamente abusadas. Una sociedad que se oponga al abuso del
poder y dirima la lucha de clases en beneficio del bien común, para que
finalmente dejemos de sufrir como bestias y podamos empezar a sufrir como humanos.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Un
animal. Un felino de grandes dimensiones. Me parecen las criaturas más extraordinarias
del universo y galaxias alternas. Con frecuencia sueño con jaguares, pumas,
leones, panteras nebulosas... Una vez soñé que estaba con un león negro en una
playa y no podía dejar de contemplarlo, de acariciarlo, de preguntarme si
miraba el mar con altivez, tristeza o distanciamiento, así como se mira lo que
resulta lejano e inalcanzable.
¿Cuáles son sus vicios principales? El
placer... la madre de todos los vicios. En el placer se concentra el peligroso éxtasis
de Ícaro volando siempre más alto pese a las advertencias de su padre. Pero el
momento culminante es tan extraordinario en su goce que se abandona a las llamas
del sol, a pesar de llevar sus alas unidas con cera. El placer es acaso el
vicio fulminante al que nos entregamos como las bestias hedonistas que somos desde
el inicio de los tiempos. por supuesto, sus formas son infinitas...
¿Y sus virtudes? Soy buena persona.
Solidaria, generosa y trabajadora, además me encanta reír.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Si me
estuviera ahogando, recordaría a mi madre besando con pasión todo mi rostro de
niña. A mi padre recargado en el marco de la puerta que daba al patio, mirando
al cielo. A mi abuelo haciendo emberrinchar a mi hermano con esa canción que
decía “te metiste de soldado y ahora tienes que aprender”. Y antes de morir
ahogada, vería llegar de pronto una lancha que me rescataría...
T. M.