Y lo hace con las
andanzas de una serie de chiquillos que, bordeando el río Misisipi, desoyen las
normas de los mayores para vivir aventuras de todo tipo: inocentes y
arriesgadas, divertidas y dramáticas y, según la confesión del propio Twain,
verdaderas, pues serían sus propios recuerdos la base para la escritura de la
obra. Su fascinación por el río –en realidad el verdadero protagonista de toda
su literatura, el testigo inmóvil y a la vez cambiante de la vida ciudadana y
campesina– con sus elegantes barcos –el autor fue piloto de un vapor antes de
incorporarse como soldado confederado a la guerra de Secesión–, Tom, el hijo
del borracho del pueblo de Hannibal donde vivía Twain de pequeño, la
observación de la miseria y el miedo de los negros...
Pero no hay mejor
ocasión para captar esa sintonía con este río del centro de Estados Unidos que fluye en dirección sur a través de diez estados –desde Minesota hasta Luisiana, hasta desaguar en el golfo de México– que adentrarse en el maravilloso “La vida en el Misipipi” (traducción de Susana Carral). Un libro en que todo converge, la historia y los datos, las
anécdotas y leyendas del río, más los recuerdos propios, para darnos una visión
completísima de un lugar ya mítico, que descubrió el español Hernando de Soto,
en 1541; un colonizador éste al que homenajea Twain entre un sinfín de asuntos
de tinte informativo y narrativo, que tan fantásticamente quedó ilustrado
mediante el arte, en forma de cientos de grabados, pertenecientes a la primera
edición norteamericana, realizados por Edmund H. Garrett, John Harley y A.
Burnham Shute.
Juventud y retorno al río
Ya en el breve prólogo
de la traductora y el editor, Jesús Egido, inevitablemente, se alude a la
invención del sobrenombre de Mark Twain, que aparece por cierto explicada por
el mismo autor en página 445. Y es que Twain recorre el río en paralelo a su
memoria, con asuntos relativos a su juventud y cómo tras más de veinte años
alejado de esas aguas regresó al río en el tiempo en que el protagonismo de los
transportes lo tenía el ferrocarril: atrás quedaba el río que había presenciado
la Guerra de Secesión y un racismo extremo cuyo efecto “había convertido al estado
de Misisipi en el quinto más rico del país, una riqueza blanca, la del algodón,
forjada con el sudor y la sangre de los esclavos”. Tras aquello, se convirtió
en lo que aún es: el estado norteamericano con peor renta per cápita, como ya
Twain vislumbró.
En este sentido,
resulta interesantísimo como el narrador, con su gran formación periodística y
viajera, se convierte en cronista de la realidad de la gente del lugar, como
cuando habla de cómo “hasta ahora el problema ha sido –y cito los comentarios
de los dueños de las plantaciones y de los tripulantes de los vapores– que los
plantadores, aunque poseen la tierra, no tienen efectivo y se ven obligados a
hipotecar tanto la tierra como la cosecha para poder seguir adelante”. En definitiva, como dice nada más comenzar:
““Merece la pena leer sobre el Misisipi. No se trata de un río común y
corriente, sino todo lo contrario: resulta excepcional se mire como se mire”. Y
bien recomendable es esta joya, en que se asoman detalles de la labor literaria
que estaba llevando Twain, como cuando anuncia la escritura de “Las aventuras
de Huckleberry Finn”, que vería la luz en 1884, un año después de que este
trayecto inmenso por el caudal del Misisipi viera la luz.
“Continuamos
deslizándonos río abajo con la intimidad de siempre, al no ver casi ningún
vapor ni ninguna otra cosa que se moviese. El paisaje es el mismo: extensión
tras extensión de un bosque casi nunca discontinuo a ambos lados del río, con
su silenciosa soledad”, dice en el capítulo XXXIII. Apenas hay aquí y allá unas
cabañas en medio de pequeños claros, en las orillas grises, sin hierbas, dice.
Es la grandeza del entorno y la naturaleza, de la vida palpitante, del río
siempre antiguo y siempre nuevo.
Publicado en La Razón, 24-VII-2021