Asisto al concierto de Javier Perianes, el domingo pasado, en la Canònica de Santa Maria de Vilabertran, dentro de la Schubertíada. A
este pequeño pueblo gerundense llegan astros del firmamento de la música
clásica, en un festival que no puede ser más exquisito, de mayor calidad.
Ejemplo de ello es este pianista al que había escuchado mucho en Catalunya
Música, donde siempre hablaban maravillas de él, tanto en el plano artístico
como personal. Y a pocos metros de él, en este monasterio construido en el
siglo XI, le veo interpretar a cuatro autores, y es una hora y media
extraordinaria.
Primero, aparece el Beethoven de la Sonata 12 en la bemol mayor, op. 26, con
sus cuatro partes: “Andante con variazioni”, con sus pasajes lentos, delicados,
construyendo un maremágnum de sentimientos; “Scherzo: allegro molto”,
rutilante, vigoroso, toda una montaña rusa de colores y ritmos, de in crecendos románticos; “Marcia fúnebre
sulla norte d’un eroe”; y un “Allegro” que, por así decirlo, no puede ser más
beethoveniano. Luego, viene Chopin, Sonata
2 en si bemol menor, op. 35, llena de fuerza y pasión, como si el músico
quisiera exponer al mundo sus entrañas en su “Grave – Doppio movimiento”
inicial; a continuación: “Scherzo”, famoso, puro nervio; “Marche funèbre. Lento”,
celebérrima, solemne, taciturna, a la cual, se me antoja por puro instinto,
Perianes da un toque propio, de tal forma que la pieza que uno ha escuchado mil
veces suena nueva; y entonces llega un “Finale. Presto”, vertiginoso en grado
sumo, lo menos chopiniano de Chopin, se diría, obra difícil que podría ser
parte de las vanguardias del siglo pasado y no de 1839. Más
tarde, Granados, con sus Goyescas (selección):
“Los requiebros”, que parecen divertimentos felices, toda una embriaguez de
notas, como si se quisiera contar un romance castizo en blanco y negro; y un
segundo apartado: “El Amor y la Muerte”, con una interpretación sentida,
emocional, con una parte final increíblemente hermosa. Y para acabar, Liszt: Harmonies poétiques et religieuses, en
concreto, la número 7, “Funérailles”, obra extraña, casi experimental,
excitada, insistente en sus primeros compases. Y entonces se me ocurre que es
una composición demente, que castiga al piano por momentos, como queriendo
reclamarle que dé más de sí. Obra, como el resto que sonó este día 22, que
te proyecta a la introspección y, por lo tanto, a las profundidades del ser.
Pero después el ritmo es como un mar en calma, es un cerrar los ojos, es una
noche al fresco, antes de otra pulsión de fogosidad, hasta el final de nuevo
demente, llamándonos desde 1853.
La piedra centenaria de Santa Maria y lo
efímero sonando ese rato, y el alud de sensaciones e imágenes que me asaltan, a
veces convertidas en palabras, para definir lo indefinible: cómo la música nos
afecta, nos penetra. Perianes, además, añadió dos propinas musicales, pero ni
ese instante dijo una palabra. Vestido de negro, discreto, como un sabio
antiguo que rehúye la notoriedad, llegó, saludó, tocó el piano y desapareció.
Se diría que es tal su compromiso con el arte de los tiempos, que toca con la
misma intensidad estando en su casa a solas, ensayando, que frente al público.
En realidad, sus oyentes son otros: se llaman Beethoven, Chopin, Granados,
Liszt. Por eso no necesita abrir la boca, salvo los “gracias” que se adivinan
que pronuncia mientras los aplausos colman la iglesia. Frente a divos que
pretenden ser estrellas de rock, o algún que otro que se cree que con llevar
una camiseta y zapatillas y dar una imagen informal se acerca la música clásica
a la gente, y que parlotean más que tocan su instrumento, necesitados de cubrir su
ego, Perianes destaca sobremanera por su elegancia portentosa, por su
profesionalidad y rigor, por el respeto a los que le precedieron que se adivina
cada vez que pone sus manos sobre las teclas del piano.