Nunca serán bastantes las palabras elogiosas que puedan dedicársele. Yo solo quiero añadirme a eso, darle mi homenaje público. Cómo no recordar lo increíblemente bien que se preparaba cada entrevista, con qué meticulosidad se leía cada libro, cómo lo anotaba, subrayaba. Doy fe de todo ello por nuestro vínculo personal y por haber disfrutado de ser su entrevistado a raíz de mis libros en diversas y afortunadas ocasiones, ya inolvidables, como tantos otros instantes compartidos.
Un día, en una cafetería, se nos ocurrió una sección para reflexionar a partir de algún aforismo interesante, y la cosa funcionó realmente bien. Unos pocos años atrás, me había dado el inconmensurable regalo de hablar de mi Thoreau en el programa de televisión, en que fue tan feliz, Libros con Uasabi. Era la curiosidad, la naturalidad, la autenticidad en persona, y de natural impaciente; tanto, que se diría que tenía que saber antes que los demás qué es eso de la muerte, para informar de ello de manera concienzuda. Porque no había otra como ella en los medios de comunicación, y además tan joven –se nos ha ido, y me costará asumirlo hasta el fin de mis días, con 38 años–, a la hora de hacer descubrir a la audiencia asuntos interesantes. De hecho, su muerte es su último editorial –así abría su programa, con una meditación sobre la actualidad llena de ironía–, su implacable informe de la realidad que nos espera a todos. Y sí, supimos por desgracia hace una semana cómo actúa ese misterio que de repente nos mata en vida al irse alguien a quien amamos: haciendo de nuestro día una desesperada oscuridad, sumiéndonos en el vacío y en el desconcierto más turbio, colocándonos en un dolor que nos acompañará ya para siempre en una vida sin Elia.