martes, 5 de octubre de 2021

El profeta que criticó a Europa


Hace unos meses tuvimos la ocasión de conocer una monumental edición, en la editorial Hermida, de un libro excepcional, en todos los sentidos: «Diario de viaje de un filósofo». Viendo su título parecía claro su género, pero en cambio el autor pedía al empezar: “Ruego al lector de este Diario que lo lea como una novela”; en él, ofrecía “pensamientos sobre culturas ajenas y consideraciones propias, referencias exactas y trasposiciones poéticas”. Firmaba esa nota en Estonia –por entonces perteneciente al Imperio ruso–, en 1918 Hermann Keyserling, nacido en el seno de una familia aristocrática y que, tras terminar sus estudios, dio la vuelta al mundo, lo cual le inspiraría este libro.

Empezaba en él hablando de por qué los filósofos deben viajar y el valor de los viajes, y realizaba un gran recorrido por el canal de Suez y el océano Índico hasta llegar a Ceilán, la India, China, Japón, Estados Unidos… hasta su regreso, en tiempo de la Gran Guerra, la cual cosa no le impedía sentir que la unidad de los seres humanos pervive aún. Un texto, por lo tanto, para contrastar Oriente y Occidente, como en su día destacó Rabindranath Tagore: «A través de la nube de incomprensión que reina entre Oriente y Occidente, este Diario de viaje aparece como un rayo de sol…, puesto que el más elevado grado mental que puede alcanzar el hombre es aquel que le enseña a encontrar el lugar para todas las cosas. Nosotros, hindúes, hemos acogido el libro de Keyserling con entusiasmo, como un gran libro».

Otro de sus más conocidos admiradores también fue nuestro Antonio Machado, que dijo en su obra “Juan de Mairena”: «Ése (Keyserling) lleva el Oriente en su maleta de viaje, dispuesto a que salga el sol por donde menos lo pensemos». Y otro intelectual le llamó «uno de los europeos más grandes de nuestro tiempo (…), uno de los primeros profetas de la nueva era». Un profeta que acostumbraba a mezclar las propias experiencias con reflexiones sobre distintas formas de pensamiento y religión, en sus diferentes libros; nacido en Livonia, en 1880, y fallecido en Tirol, en 1946, hoy se le ha olvidado mucho aunque fue una, realmente, de las personalidades culturales más relevantes de la Europa de la primera mitad del siglo XX. Estuvo, además, siempre muy bien relacionado: estuvo casado con la nieta del estadista Otto von Bismarck, y se le conocía por su imponente apariencia física y verbo seductor.

Éxito y olvido

De hecho, buena parte de su fama la debe a sus apariciones públicas mediante conferencias y apariciones públicas; en concreto, en Madrid se dejó mucho en esas labores, relacionándose con colegas como Ortega y Gasset y Unamuno, y también curiosamente en el pueblo costero barcelonés de Sitges. Fue, en suma, un “paradigmático representante del espíritu cosmopolita de la Europa de la Belle Époque antes de la llegada de los nacionalistas”, como apunta, en el prólogo de “Europa, análisis espectral de un continente” (traducción de José Pérez Bances) Antonio María Ávila; éste nos informa de que este libro de Keyserling se publicó ya en 1929 en España y que en él usó “de manera moderna la analítica de sociología cualitativa, muy alejada de la teoría de los caracteres nacionales”. Con este prisma, realizó un análisis de los diversos pueblos europeos: franceses ingleses, españoles, italianos, húngaros…

Keyserling exponía algunas de las peculiaridades de estos países dentro de lo que él denominaba “el continente espectral”, el cual se caracterizaba “por su unidad en la diversidad y donde ya reclama la necesidad de ir hacia una organización política de ese cabo de Eurasia diverso y plural, pero con suficientes rasgos comunes para hacer factible una organización común”, señala Ávila. Y precisamente, según el prologuista la presenta obra ejemplifica muy bien las virtudes y debilidades del análisis de Keyserling, así como su éxito y su posterior olvido, pese a que, como escribió C. G. Jung en una revista, en 1928, «se le lee en todas partes y en todas las reuniones de personas cultas se habla de su libro». Esto sucedía pese a que la metodología del filósofo era a veces algo áspera, basándose mucho en estadísticas.

Pero, sobre todo, si hay algo que destacar de su punto de vista es cómo Keyserling quiere dejar claro que es absurda toda vanagloria nacional y que lo que en realidad existe son las personas, individualmente, aunque a veces, explica Ávila, encontremos “rasgos colectivos que explican un momento histórico o aclaran una situación”. En este sentido, cabe citar el epígrafe que el autor eligió para dar comienzo a su estudio y que remite a la responsabilidad propia de cada ciudadano, y a la necesidad de humildad: «Somos todos pecadores y carecemos de la gloria que ante Dios debiéramos tener» (San Pablo). Es más: “Todos los pueblos son naturalmente odiosos. El hombre en sí es un ser bastante discutible; solo en raros casos excepcionales surge un ejemplar de su especie que llena las exigencias que todos ponen instintivamente en los demás”, indica al comienzo. “Y cuando el hombre se presenta como colectividad, lo desagradable predominará sobre lo agradable en proporción directa al número”.

Tópicos nacionales

Este comportamiento cuestionable del ser humano lo vinculará enseguida con el asunto principal del libro. Y es que ese mismo individuo que “deduce sus excelencias del hecho de ser miembro de una colectividad particular, piensa erróneamente, y poniéndose objetivamente en ridículo, se hace antipático personalmente. De aquí procede lo repelente del nacionalismo moderno”. Su idea está presentada sin ambages: “Lo nacional en sí mismo no está ligado a valor alguno en ninguna nación. Por tanto, a quien pone a un pueblo por encima de otro, a quien declara que uno tiene gran valor y el otro escaso, hay que perdonarlo solamente en la medida de que no sabe lo que hace”. Y entonces repetía la frase de San Pablo.

En la introducción Keyserling explica este asunto, asimismo, con el anhelo de que su libro produjera “un efecto liberador”. Pero a tenor de lo que dice a prólogo a la cuarta edición del libro, su trabajo recibió diferentes críticas: algunos atacaron su forma cruda de exponer sus argumentos; otros dijeron que su libro mostraba errores –él se defendía diciendo que no eran tales, que simplemente era su particular punto de vista–; y al final se refería a cómo la prensa había comentado sus juicios, reservándose el elogio a la inglesa, que para él había sido la más comprensiva, “pues Inglaterra es el país de mayor cultura política y más alto sentido para las conexiones vivas; por eso ninguno de mis comentaristas ingleses me ha tomado a mal un juicio crudo”. Y añadía a diversos intelectuales que estaban en sintonía con él, todos de primerísimo nivel: Rudolf Kassner, Hugo von Hofmannsthal, Jacob Wassermann, Richard Strauss, Max Scheler, Leo Frobenius, C. G. Jung, Dean R. W. Inge, André Maurois, Salvador de Madariaga, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, Nikolai Berdiáiex y Alexander Wolkoff.

Hoy, sin embargo, nos chocarán las generalidades y tópicos que en su día utilizó para describir a distintos países. Por ejemplo, de Francia dice que es un jardín, es decir, algo en principio más bien cerrado, lo que contrasta con el universalismo al que suele vincularse esta nación, y que por ello mismo son gente a la que le cuesta admitir al extranjero. Del alemán asegura que «es típico de este vivir en una esfera propia puramente para sí, su conocimiento no es inmediatamente vivo, sino elaborado con lo que eso tiene de artificial y esto hace que no esté en contacto con la realidad personal ni con la exterior». De España afirma que guarda un carácter africano y que el español no es cruel; y no lo es porque el español afirma la vida, y, por consiguiente, la muerte; una cosa que le lleva a justificar la fiesta nacional, ya que «las corridas de toros son indesarraigables en España».

Publicado en La Razón, 2-X-2021