De un tiempo a esta parte, el género novelesco del
wéstern se ha revalorizado con obras que han encendido el aplauso de la
crítica. Es reciente la historia de la joven C Pam Zhang «Cuánto oro esconden estas colinas» (Gatopardo), finalista del Premio Booker
2020, con inmigrantes chinos en la época de la fiebre del oro. Asimismo,
Hernán Díaz, con “A lo lejos” (Impedimenta) –lleno de cantinas, vagones mineros o indios– obtuvo un gran reconocimiento
por, también él, intentar reinventar
este género que antaño era pasto de la literatura de serie B pero que ha
alcanzado cotas de excelencia increíbles con «Tierra salvaje» (Hermida), de Robert
Olmstead toda una epopeya magistral, un wéstern
poético que nos llevaba al tiempo posterior a la guerra civil norteamericana, con una aguerrida mujer que
tenía que afrontar una difícil situación tras morir su marido.
Pero mucho antes, en 1967, se publicaba “El poder del perro” (traducción de Eduardo Hojman), que Jane Campion acaba de llevar a la gran pantalla, en una cinta contenida y de tempo lento, que obedece a la trama psicológica que su autor nos propone: Thomas Savage. En esta su quinta novela, este trató algo que se popularizó gracias al cine con “Brokeback Mountain”, basada en el relato de Annie Proulx, quien, precisamente, aporta un epílogo hablando de cómo “sus páginas captan de una manera permanente el sufrimiento, la soledad y la angustia del Oeste”. El tema central es la homosexualidad reprimida, dentro del mundo de las haciendas ganaderas de Montana, en 1924, que en realidad se manifiesta mediante la homofobia de Phil, un cretino muy inteligente que intentará manipular a su hermano George –con el que regenta un rancho– y a la mujer de este, la viuda y madre de un hijo, muy afeminado, Rose.
Esta relación es el origen de un drama que bebe de la biografía del propio Savage, en torno al alcoholismo (de la madre), un vínculo de maltrato (por culpa de un hermanastro abusón), una relación gay (por la que abandonó temporalmente a sus hijos y su esposa, la escritora Elizabeth Fitzgerald) y su pasado campestre. Pero, más allá del entorno recreado, estamos ante una muy buena historia de luchas interiores, en que los objetos o la vida animal se convierten en símbolos para entender la mirada de cada cual; y además, llevando al terreno de lo ficticio toda una serie de emociones primarias, reales, enquistadas en el seno de cada personaje y que van saliendo a flote de maneras lacerantes y narrativamente muy intensas.
Publicado en La Razón, 18-XII-2021