jueves, 10 de febrero de 2022

A la busca del borrador perdido


Desde mediados del siglo pasado, se tenía constancia de que existía una carpeta de documentos de Marcel Proust, relacionados con En busca del tiempo perdido, que sin embargo no era posible conocer. Estaba en posesión de Bernard de Fallois, el mismo que, a petición del hermano menor del escritor, Robert, había editado para la casa Gallimard dos obras proustianas, Jean Santeuil y Contra Sainte-Beuve, en los años cincuenta. El caso es que a la muerte de este editor, hace exactamente dos años, salieron a la luz los archivos que guardaba en su domicilio, incluidos los llamados «setenta y cinco folios».

Se trataría del manuscrito más antiguo del ciclo novelístico que alcanzó los siete volúmenes y que llevó a Proust a una escritura que se alargaría casi quince años; en concreto, estos textos inéditos datan aproximadamente de 1908 y son episodios en torno a escenas ya conocidas: el drama del sujeto narrativo a la hora de ir a acostarse, la muerte de su abuela o el retrato de Swann, que protagoniza la novela de 1913, evocando el recuerdo del sabor de una «conchita» que mojaba en el té que le ofrecía su tía. Es, claro está, el momento celebérrimo que lleva al personaje, como en sueños, al tiempo de su niñez a partir de esta memoria involuntaria, de este instinto humano que Proust colocaba muy por encima de la inteligencia.

Pues bien, al parecer, ese puñado de hojas fue el punto de partida para dar forma a distintos capítulos de su obra, para la cual albergó distintas dudas. Y es que al comienzo Proust no tenía claro adónde iba a llevarle su escritura: al ensayo, al estudio filosófico o a lo narrativo. Ahora, por lo tanto, es posible ahondar en la génesis de su creación: todo un tesoro para los investigadores literarios, por cuanto pueden comparar versiones diferentes, pero ¿constituyen  una gran novedad para el amante de À la recherche du temps perdu? Podría decirse que relativa, por más que Jean-Yves Tadié aluda en el prólogo a ese «momento sagrado» en el que el autor natural de Neuilly-Auteuil-Passy –hoy, la parte más occidental de París– concibió las primeras escenas de su magna novela. Nada puede haber más importante que la obra acabada que ofreció en su día el autor, y resulta fácil relacionar esta idolatría casi religiosa con motivos meramente comerciales o publicitarios.

En realidad, mucho más interesante que la presentación de Tadié, vicepresidente de la Société des Amis de Marcel Proust y al que pudimos conocer por medio del sobresaliente El lago desconocido entre Proust y Freud (Ediciones del Subsuelo, 2014), es el epílogo de la responsable de la edición, Nathalie Mauriac Dyer. Esta nos habla de cómo estos setenta y pico folios no satisfacen a Proust, que los descarta para sumergirse en la lectura de las obras de Sainte-Beuve, pero su pulsión narrativa es inevitable, hasta que «en la primavera de 1909, recicla dentro de ese marco retrospectivo ya no fragmentos, sino cierta cantidad de páginas de los “setenta y cinco folios”: el beso de la noche, los paseos por las “partes” y hasta el comienzo de la temporada en la playa. A partir de un foco único, el recuerdo de las habitaciones, Proust comienza a desplegar los hilos narrativos abandonados».

El primer boceto conocido de «Combray», el capítulo más largo de este libro, o un pasaje dedicado a Venecia, ciudad a la que ya había dedicado, antes que estos de tinte narrativo, párrafos desde una perspectiva erudita, son algunos de otros ejemplos de lo que nos encontraremos. Todo lo cual hay que celebrar y, sobre todo, usar con el fin de acercar al autor al lector común, lejos de idolatrías, para que se enfrente a un texto mastodóntico tan complejo como estimulante: desde la frase inicial: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano», hasta su cierre tres mil páginas después: «... en el tiempo».

Publicado en La Vanguardia, 29-I-2022