Con “Muerte con pingüino” (2018) descubrimos a un autor de gran éxito en su país, Ucrania, y que lleva muchos años siendo traducido y publicando novelas y libros infantiles, además de dedicarse a la realización de documentales televisivos. Él mismo simbolizaría el tiempo transitorio entre la desmembración de la Unión Soviética y la independencia ucraniana en 1991. De hecho, su primera novela para adultos vio la luz dos semanas antes de la caída de la URSS, pero tuvo que hacerlo mediante la autoedición y llevando a cabo la distribución él mismo. ¿Sus claves narrativas?: un tono humorístico en un argumento desenfadado, con un trasfondo como el postsoviético, con todas las incertidumbres y esperanzas que ese periodo abría para la ciudadanía.
La misma trayectoria vital de Kurkov ya nos habla de que su visión de la realidad se ha desarrollado sobre la base de experiencias muy particulares: educación soviética, leninista, por su edad; vigilante de prisiones en Odesa, donde empezó a concebir sus primeros relatos infantiles; traductor de japonés posteriormente y, gracias a esta habilidad lingüística, un puesto en la KGB y en la policía. De todo eso surgió una mirada profunda y fidedigna de lo acontecido en su tierra, pero también un sentido sarcástico de la cotidianidad, como se reflejó en la citada novela, en que Viktor, un escritor arruinado, tras ser abandonado por su novia, decidía adoptar un pingüino y recibía el encargo de escribir esquelas de personajes públicos que aún estaban vivos pero que rápidamente morían en circunstancias realmente sospechosas.
Así las cosas, Kurkov es especialista en colocar a sus antihéroes en paradigmas que les obligan a enfrentarse a disparates o a aventuras tan insólitas que normalizan a fuerza de implicarse en ellas. Es lo que le sucede a Ígor en “El jardinero de Ochákov”, que está convencido de que el traje de miliciano que ha encontrado impactará en una fiesta de disfraces a la que tiene pensado acudir. Pero entonces esa salida inocente se convierte en un viaje en el tiempo, viéndose introducido en otra época: la soviética, de 1957, cuando ese traje que lleva era sinónimo de intimidación hacia la población.
Ahora, Kurkov sigue en su senda de sátira en otra novela, “Abejas grises” (traducción de Esther Cruz Santaella) que mezcla opresión kafkiana, teatro del absurdo y esperpento, al presentar un pueblo dentro de la zona gris de Ucrania, que es fuente de disputa territorial en 2014 entre las fuerzas ucranianas y los separatistas prorrusos. Allí vive Serguéi Sergueich, un exinspector de seguridad que ha encontrado en la apicultura el sentido de su vida en una situación tan terrible como ya tediosa: los bombardeos, la escasez de suministros, la infame existencia en un lugar moribundo. Y todo ello, con el trasfondo, simbólico, de unas abejas adormecidas en invierno que esperan, con la llegada de la primavera, poder recoger su polen en mejores circunstancias.
Las dóciles abejas
A eso se entregará Serguéi, y en paralelo irán apareciendo vecinos de un lado y otro de la línea de combate, además de combatientes, quedando todos ellos desconcertados por sus principios éticos frente. El texto, así, nos permite sentir “al ejército ucraniano, que había cavado refugios y trincheras en ese montículo; e, incluso sin oírlo, Sergueich era consciente en todo momento de su presencia”. El caso es que el ejército lleva allí ya tres años, en los que el protagonista se consuela cuidando de esa especie de abeja doméstica conocida por su comportamiento dócil. Lo que confluye con la docilidad de Serguéi, y a su vez contrasta con la actitud del resto de sus conciudadanos, que quisieron “marcharse en cuanto empezaron los combates; y lo hicieron, porque temían por su vida más que por sus propiedades, y el miedo más fuerte se impuso”. Ciertamente, el personaje no teme por su vida, sino que la guerra le crea confusión e indiferencia: “Era como si hubiese perdido todos sus sentimientos, todos sus sentidos, salvo uno: el sentido de la responsabilidad. Y ese sentido, capaz de generarle una preocupación horrible en cualquier momento del día, se centraba únicamente en una cosa: sus abejas”.
Por último, cabe destacar cómo, en el epilogo (fechado en 2020), el autor habla de Putin y su intento de arrancar Ucrania de Europa en 2013, de sus viajes a Crimea después de que Rusia la anexionara, de cómo vio que el miedo de la gente se convertía en apatía. A partir de aquella visita, decidió hacer esta novela, sobre gente a la que la guerra no ha logrado sacar de sus casas, con un habitante del pueblo del Donbás que no puede quedarse impasible ante la opresión que sufren los tártaros de Crimea ante las nuevas autoridades. Lo cual le llevará a ser sospechoso a ojos del Servicio Federal de Seguridad ruso; y esto será lo más grave para él, que puedan estar en peligro sus queridos insectos.
Publicado en La Razón, 27-VIII-2022