En Holguín, al este del caimán que forma Cuba, o en Pinar del Río (al suroeste de la isla), por no decir en La Habana, resulta difícil oír el nombre de Reinaldo Arenas. Es imposible encontrar alguna de sus novelas en las librerías que muestran en el escaparate pequeñas historias infantiles firmadas por el mismísimo Fidel Castro. Es inútil hacerlo desde los años sesenta, cuando el gobierno ordenó una limpieza social que llevó a homosexuales y gentes contrarias a la política del momento a cárceles o campos de concentración para, luego, en 1980, embarcarlos en dirección a Miami en un gran exilio del que se beneficiaría el propio escritor y algunos de sus amigos.
Citamos Holguín porque en una aldea colindante nació Arenas; Pinar del Río, porque allí fue enviado para cortar caña como trabajo forzado; La Habana, porque en la capital, además de difundir allá su vocación literaria con la ayuda de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, empezó a ser señalado. «En aquel momento, en que éramos perseguidos y vigilados, nosotros escribíamos cosas condenatorias contra el régimen», dice en Antes que anochezca, pensando en los que habían recibido «prebendas oficiales» (Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Cintio Vitier y Eliseo Diego) y en los colegas de tertulia desaparecidos en turbias circunstancias.
Hablar de Cuba y arte, por desgracia siempre, es hacerlo de censuras y maldades gubernamentales que de tan estúpidas y psicopatológicas, resultan cómicas. Pero tal realidad ha sido es sufriente en grado sumo para aquellos que, como el cineasta Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983), han tenido que lidiar con la represión castrista. Sin embargo, su caso es más particular si cabe, pues, como reza el subtítulo de estas memorias, su historia es la “de un nieto de la Revolución”. Así, este cineasta a quien el régimen cubano intentó impedir la difusión de películas como Santa y Andrés –protagonizada por un “homosexual con problemas ideológicos”– o Vicenta B, presenta en Esta es tu casa, Fidel un magnífico testimonio de lo que fue crecer en la isla caribeña.
“Cuando era pequeño esperaba con ansias que mi abuelo muriera para ver si Fidel se aparecía en el entierro. Yo era un pionero comunista, de esos que llevaban pañoleta roja y eran obligados a recitar ¡Seremos como el Che! Y venía de una familia muy cercana al poder”, empieza diciendo el autor, a lo largo de un texto que aterra y conmueve, lleno de honestidad y claroscuros. Y es que Lechuga presenta sus vivencias entre grises, sin negar los privilegios que tuvo al formar parte de una familia más acomodada que la mayoría, pero poniendo el acento en las jerarquías colectivas y bajo el techo en que vivió a la vez.
Con el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, el abuelo del escritor empezó a tener un peso preponderante, pero entonces “el gran jefe: Fidel Alejandro Castro Ruz” (nombre que repetía como un mantra Lechuga) lo envió de embajador al extranjero durante muchos años: “Era su manera de sacarse de encima a gente inteligente que pudiera caer en la tentación de debatirle”. De hecho, nadie se atrevía a cuestionar al dictador en voz alta; tampoco el abuelo, que vivía en el lujo pero decía que el comunismo consistía en tener todos lo mismo. No obstante, el autor se daba cuenta de niño que, en contraste con el grueso de la población, que sufría unas carencias descomunales, sobre todo en el llamado Periodo Especial, el entorno familiar constaba de mansiones que “visitaban militares, políticos o celebridades como García Márquez”.
Este seguimiento acrítico hacia Fidel por parte de sus acólitos o algunos cubanos incluso de vida inevitablemente austera se expone muy bien en Esta es tu casa, Fidel. Un ambiente de represión –que alcazaba ridículamente los juegos de mesa y las fiestas navideñas, aparte de la prostitución y la propiedad privada, claro está– en que era mejor mantener oculta toda fe religiosa y sexual no permitida por el gobierno, y que dejó atrás Lechuga “con una carcasa de hielo para no sentir”. De tal modo que no se permitió sentimentalismo alguno al decidir irse del país. Lo haría, muy probablemente, pensando, como escribió Gabriela Guerra Rey en el extraordinario Nostalgias de La Habana, memorias de una emigrante, que salir de allá era hacerlo “de esa ciudad fantástica que ha sido mi hogar y mi cárcel eterna, la luz de mi vida y las sombras y las tristezas” y que, al fin y a la postre, iba a generar “de forma irreversible esta necesidad de escribir”.