Llevar la realidad
social e histórica a la literatura, después de un periodo oscuro de guerra y
miseria para nuestro país, fue la intención de muchos de los narradores
españoles que empezaron a publicar a partir de los años cincuenta. Unos pocos
–Camilo José Cela, Miguel Delibes, Juan Antonio de Zunzunegui– habían destacado
en la década anterior entre una mediocridad literaria que, de pronto, iba a
cambiar a raíz de la aparición de la llamada «generación del medio siglo». Se
trataba de un amplio y memorable grupo de novelistas entre los que se hallaba
la joven salmantina Carmen Martín Gaite, licenciada en Filosofía y Letras y
nacida, como Luis Martín-Santos, Ignacio Aldecoa, José Manuel Caballero Bonald, Jesús Fernández
Santos, Juan Benet, Rafael Sánchez Ferlosio o Juan García Hortelano, en los
años veinte.
El
hecho de que las letras de estos escritores conjugaran diferentes influencias
venidas de la filosofía de Jean-Paul Sartre, de la novela francesa o del cine
neorrealista italiano son datos que permanecen, fríos y distantes, en los
manuales de literatura. Porque lo cierto es que, con independencia de ciertas
afinidades ideológicas, enseguida se advirtieron dos cosas: en primer lugar,
que entre aquellos amigos agrupados en torno a la «Revista Española» y a las
universidades de Salamanca y Madrid, había plumas de gran talento por encima de
contextos socioculturales, y en segundo lugar, que las escritoras iban a
abordar la literatura con mayor sutileza e intimismo, esto es, profundizando
más en las pequeñas vidas de mujeres incapaces de comunicarse dentro de una
sociedad en la que no encajaban. Y el mejor ejemplo de ello fue Martín Gaite (nacida el 8 de diciembre de
1920).
Al
igual que otras precoces autoras de la época como Carmen Laforet y Ana María
Matute, Martín Gaite, ya casada con Sánchez Ferlosio, del que se separó en 1970
y con el que tuvo una hija, comenzó pronto a publicar y obtener prestigiosos
premios: el Café Gijón, con los cuentos de «El balneario» en 1955, y el Nadal
en 1957 con la novela «Entre visillos», dos radiografías de una España
provinciana y triste con un estilo llano y común que jamás abandonaría. A estos
libros, a su obra de teatro «La hermana pequeña» (1959) y a la recopilación de
cuentos «Las ataduras» (1960) les sucedió una creación dominada por el deseo de
ahondar aún más en los aspectos psicológicos de todos sus personajes femeninos,
como en «Ritmo lento» (1963), «Retahílas» (1974), «Fragmentos de interior»
(1976) y «El cuarto de atrás» (1978), Premio Nacional en la primera ocasión en
que lo obtenía una mujer.
Lluvia
de éxitos
Así, en aquel momento Martín Gaite se convierte, tras el reconocimiento de la crítica, en unas de las escritoras españolas más leídas, al compás del aumento de lectoras que se reconocen en la incomunicación, en el conflicto entre la vida urbana y la campestre, en las limitaciones de ser mujer en un mundo masculino y en ciertos elementos psicoanalíticos. Tal cosa se percibe, sobre todo, a través de textos como «Nubosidad variable» (1992), un intercambio epistolar entre dos viejas amigas, Sofía Montalvo Sofía (asfixiada en una vida insatisfactoria como esposa y madre de familia) y Mariana León, Mariana (de turbulenta peripecia amorosa y reputada psiquiatra de profesión), que al cabo de treinta años, tras coincidir en un cóctel, dan cuenta de sus respectivos pasados y cuyo enorme éxito constituyó el punto de inflexión de toda su trayectoria creativa.
Justamente, poco tiempo después de que la editorial Acantilado recuperara la novela «Querido Miguel», de Natalia Ginzburg, moría su traductora, a la que llamaban cariñosamente Carmiña (el 23 de julio de 2000), que reconoció siempre deberle mucho a esta narradora, dramaturga y ensayista italiana. Ginzburg, en efecto, influyó en la escritora salmantina hasta el punto de que la concepción de «Nubosidad variable» se explica mejor tras saber que fue escrita coincidiendo con su traducción para la editorial Lumen, que vio la luz en 1989. Pero dicha influencia venía ya de lejos, porque Martín Gaite conoció Italia en los años cincuenta –cuando acompañaba a su marido a visitar a su familia–, y desde ese momento el encuentro con su lengua, literatura y cine imperante en esos tiempos marcó profundamente la trayectoria narrativa de, que traduciría a Primo Levi, Italo Svevo, Ignacio Silone y haría, asimismo, otra versión en español de una historia de Ginzburg publicada en 1952, «Nuestros ayeres» (Debate, 1996).
En pocos casos se aprecia una deuda literaria de forma más clara. El «ritmo lento», el lenguaje coloquial, los numerosos diálogos, el análisis inocente de insignificancias diarias y el pensamiento femenino más íntimo pueblan las páginas de «Caro Michele» (1973). Tal como ocurre en las ficciones de Martín Gaite y en la citada «Nubosidad variable» con especial énfasis, pues el libro comienza con una cita de Ginzburg perteneciente a «La ciudad y la casa» (1984), alude sutilmente a otro de sus libros, «Léxico familiar» (1962), y recurre también al estilo epistolar para el desarrollo introspectivo de las dos protagonistas. El mérito innegable de basar una historia en mensajes de este tipo resultaba, sin embargo, más complejo en «Querido Miguel», pues son nueve las personas que hablan aquí, además de un narrador omnisciente, el cual pone en escena a los personajes para que charlen entre ellos.
Rachas poéticas
A partir de «Nubosidad variable», su gran popularidad la ayuda a que otros géneros que llevaba practicando durante décadas alcancen mayor dimensión: sus estudios históricos «Los usos amorosos del siglo XVIII en España» (su tesis doctoral de 1972) y «Usos amorosos de la postguerra española» (1987), así como ensayos en los que reflexiona sobre la escritura, fundamentalmente «La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas» (1974), sus recreaciones de cuentos infantiles «Caperucita en Manhattan» (1990) y «La reina de las nieves» (1994), obras escritas a modo de doble homenaje, a Hans Christian Andersen y a su hija, su poesía, sus guiones de televisión y sus traducciones de autores portugueses o ingleses, como «El misterio de la carretera de Sintra», de Eça de Queirós, de «Jane Eyre», de Charlotte Brontë, o «Cartas de amor de la monja portuguesa Mariana Alcoforado».
Pero Martín Gaite siempre será
recordada, además de por su inseparable boina parisiense, por haber
literaturizado los problemas más íntimos de la mujer contemporánea, desde sus
relatos iniciales hasta sus últimas
novelas, «Lo raro es vivir» e «Irse de casa», donde la huida y el retorno a lo
provinciano recuerda alguna de sus páginas de mediados del siglo XX. En fin, el
lector, dada la dupla de aniversarios que acontecerán este 2025 (centenario de
su nacimiento y un cuarto de siglo desde su muerte), podrá descubrir o
redescubrir la obra de una escritora por medio de todos los libros citados o
por una novedad que se lanzó, por parte de la editorial Anagrama, en 2023: «A
rachas. Poesía reunida».
Este volumen venía a recordar cómo, en 1947, Martín Gaite publicó en una revista de la época, llamada «Trabajos y Días», un poema que llevaba por nombre «La barca nevada». De tal modo que estamos ante una autora que al comienzo de su andadura literaria tuvo una pulsión poética, que más adelante extendería con más y más versos. Estos significaron para ella una especie de obra en marcha, pues fue añadiendo poemas en diversas ediciones ampliadas de «A rachas», cuyas composiciones disfrutaba recitar en cafés o centros culturales. Esta última edición viene a cargo de José Teruel, que incluyó también una selección de los collages de la autora, a la que tan aficionada era desde siempre.
Así, la poesía de Martín Gaite «ilumina elementos aún no explorados», a juicio de Teruel, que ve en el lenguaje y el pensamiento poéticos algunos ítems temáticos o atmosféricos que asimismo impregnaron sus narraciones. «El vicio de anotar alguna impresión de esas que caen del cielo como un rayo o estremecen todo nuestro ser no desapareció por completo, ni le cerré la puerta a aquellas fugaces visitas de la poesía –escribió la propia Martín Gaite en torno a su vena lírica–. Irrumpía en mi casa sin previo aviso, como un amigo calamitoso y algo enfermo que busca cobijo en un raro recinto aún milagrosamente indemne del naufragio, donde nadie le va a echar en cara sus ausencias. Se presentaba y lo inundaba todo con su olor a eucaliptus, intempestivamente, igual que se largaba luego sin despedirse: a rachas».
Publicado
en La Razón, 8-I-2025