En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José Luis García Sánchez-Blanco.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir
jamás de él, ¿cuál elegiría? Colmenar Viejo. Solía vivir en Madrid, pero tuve
un problema de salud y el médico me recomendó que me mudara a un sitio más
tranquilo y que se respirara mejor. Es una ciudad pequeña, a 33 km de Madrid,
pero está a los pies de las montañas, tiene todos los servicios que puedas
necesitar, los vehículos se detienen cuando te acercas al paso de cebra, y no
ha perdido el espíritu de cercanía que te ofrece una localidad relativamente
pequeña.
¿Prefiere
los animales a la gente? No. Creo que es precisamente la relación con las personas lo
que da más sentido a la vida, pero eso no necesariamente implica que debamos
tener miedo a estar solos.
¿Es
usted cruel? No. Ni siquiera soy capaz de entender la crueldad.
¿Tiene
muchos amigos? Sí. He tenido la suerte de cruzarme en la vida con
personas excepcionales, que a su vez se convirtieron en amigos excepcionales.
Con muchos de ellos no hablo tan a menudo como me gustaría, pero nos
acompañamos y sabemos que podemos contar el uno con el otro. Algunos de ellos
nos han dejado, pero incluso esos están presentes, de alguna manera.
¿Qué
cualidades busca en sus amigos? Calidad humana, bondad,
empatía, ternura, alegría, cercanía… Si a eso le añades un alineamiento de
valores, un toque de personalidad y una chispa de sentido del humor, tienes
ante ti una fórmula casi mágica. Pero cada ser humano es un mundo, con sus
luces y sombras. La verdadera clave de la amistad está en abrazar a la persona
tal y como es, sin pretender moldearla a nuestros deseos, aceptando su esencia
con el corazón abierto. En esa aceptación genuina se encuentra el verdadero
significado de compartir la vida con otros.
¿Suelen
decepcionarle sus amigos? No. A veces la vida nos lleva por caminos diferentes, y
las distancias se hacen presentes, ya sea física o emocionalmente. Pero más que
verlo como una decepción, lo entiendo como parte del flujo natural de las
relaciones humanas. Las personas evolucionamos y no siempre crecemos en la
misma dirección. Sin embargo, eso no quita el valor de los momentos
compartidos. Cada amistad deja una huella y prefiero recordar lo que fue
enriquecedor en lugar de enfocarme en lo que pudo faltar.
¿Es
usted una persona sincera? Sí, aunque a veces no sea muy directo. La sinceridad, para
mí, no solo significa hablar con franqueza, sino también hacerlo desde un lugar
de respeto y consideración por los sentimientos del otro. Intento ser todo lo
sincero que puedo, pero también trato de que mi honestidad refleje mi intención
de cuidar las relaciones y aporte algo positivo.
¿Cómo
prefiere ocupar su tiempo libre? Dedicándolo a escribir y a disfrutar de
las personas que quiero.
¿Qué
le da más miedo? No sabría responder a esta pregunta… pero sí hay una cuestión
que me genera una profunda inquietud: la muerte. Es imprevisible, y siempre nos pilla a destiempo.
¿Qué
le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Nuestra limitada capacidad para
ponernos en la piel del otro.
Si
no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? He tenido la suerte de escribir
y vivir muchas vidas. Algunos de mis mejores años los pasé realizando proyectos
de desarrollo en varios países.
¿Practica
algún tipo de ejercicio físico? Paseo dos veces al día, a veces
acompañado. No lo considero solo un ejercicio físico, sino también un espacio
para cuidar la mente.
¿Sabe
cocinar? No, pero tengo la suerte de compartir mi vida con una mujer que cocina
maravillosamente.
Si
el Reader’s Digest le
encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a
quién elegiría? A mi padre. Era excepcional.
¿Cuál
es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? “Adelante”, porque
cuando nos quedamos atrapados en nosotros mismos o anclados en el pasado,
cerramos la puerta a la esperanza.
¿Y
la más peligrosa? Elijo dos palabras: “me rindo”. Cuando bajamos los brazos, algo en nosotros se apaga. Renunciamos
no solo a un objetivo, sino también al derecho de equivocarnos y volver a
intentarlo.
¿Alguna
vez ha querido matar a alguien? Nunca.
¿Cuáles
son sus tendencias políticas? Creo en la importancia de escuchar, de comprender las
múltiples aristas de cada realidad y de evitar las respuestas simplistas a
problemas complejos. No me siento cómodo en etiquetas cerradas; prefiero el
debate sereno, el pensamiento crítico y la posibilidad de encontrar puntos de
encuentro entre visiones distintas. Más que adherirme a una tendencia política
concreta, me interesa el diálogo honesto y la búsqueda de soluciones que
dignifiquen la vida de las personas.
Si
pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Director de trenes
en la Estación del Norte de Madrid. Eso era lo que le decía siempre a mi madre
cuando era pequeño. Ahora entiendo que me fascinaba la idea de orquestar un
mundo donde cada tren, cada viaje, cada historia tuviera su propio destino y su
propio tiempo. Quizá, en el fondo, lo que deseaba era ser el guardián de esos
momentos de partida y regreso, de encuentros y despedidas, de promesas que se
hacen al subir a un tren y de nostalgias que quedan en el andén. Con los años
comprendí que la literatura, de algún modo, también es eso: una estación donde
los personajes llegan y parten, donde las palabras conducen al lector por
paisajes desconocidos, donde el tiempo se detiene y, al mismo tiempo, avanza
sin tregua.
¿Cuáles
son sus vicios principales? Atesorar libros y papeles, como si en cada hoja impresa
se escondiera un pedazo de tiempo que no quiero dejar escapar. Acumulo más
libros de los que podría leer en varias vidas, subrayo frases con la certeza de
que algún día volveré a ellas, y escribo notas en los márgenes que luego se
convierten en pequeños enigmas para mi yo futuro. Guardo recortes, cartas
antiguas, anotaciones sueltas que, en su caos, trazan un mapa de mis
pensamientos a lo largo de los años. Quizás sea una forma de resistencia contra
el olvido, un intento de capturar lo efímero antes de que desaparezca. O tal
vez, simplemente, un vicio incurable de quien encuentra refugio en las palabras
y en las huellas que dejan.
¿Y
sus virtudes? La paciencia, no solo como espera, sino como una forma de
mirar el mundo sin urgencia, de comprender que todo tiene su tiempo y que
algunas respuestas solo llegan cuando aprendemos a escuchar el silencio. Y
recordar a quienes me quieren, no solo en la memoria, sino en la presencia: en
un gesto, en una llamada inesperada, en el cuidado de los detalles que
sostienen los afectos.
Imagine
que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían
por la cabeza? Casi me ahogué una vez. Tenía once años y la corriente me
arrastraba sin que mis fuerzas pudieran contenerla. Recuerdo la desesperación
de no encontrar un punto de apoyo, y también el instante en que mi padre me
sujetó y me trajo de vuelta. Si me volviera a pasar, quizás vería su rostro de
nuevo, pero esta vez desde el otro lado, esperándome. Tal vez vería también a
mi hijo Juan, que partió demasiado pronto, y a quien tantas veces he querido
abrazar en sueños. Y, al mismo tiempo, me alcanzaría la voz de mi mujer,
llamándome desde este mundo, anclándome a la orilla de la vida con la sola
fuerza de su presencia.
T. M.