domingo, 9 de febrero de 2025

Entrevista capotiana a José Luis García Sánchez-Blanco

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José Luis García Sánchez-Blanco.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Colmenar Viejo. Solía vivir en Madrid, pero tuve un problema de salud y el médico me recomendó que me mudara a un sitio más tranquilo y que se respirara mejor. Es una ciudad pequeña, a 33 km de Madrid, pero está a los pies de las montañas, tiene todos los servicios que puedas necesitar, los vehículos se detienen cuando te acercas al paso de cebra, y no ha perdido el espíritu de cercanía que te ofrece una localidad relativamente pequeña.

¿Prefiere los animales a la gente? No. Creo que es precisamente la relación con las personas lo que da más sentido a la vida, pero eso no necesariamente implica que debamos tener miedo a estar solos.

¿Es usted cruel? No. Ni siquiera soy capaz de entender la crueldad.

¿Tiene muchos amigos? Sí. He tenido la suerte de cruzarme en la vida con personas excepcionales, que a su vez se convirtieron en amigos excepcionales. Con muchos de ellos no hablo tan a menudo como me gustaría, pero nos acompañamos y sabemos que podemos contar el uno con el otro. Algunos de ellos nos han dejado, pero incluso esos están presentes, de alguna manera.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? Calidad humana, bondad, empatía, ternura, alegría, cercanía… Si a eso le añades un alineamiento de valores, un toque de personalidad y una chispa de sentido del humor, tienes ante ti una fórmula casi mágica. Pero cada ser humano es un mundo, con sus luces y sombras. La verdadera clave de la amistad está en abrazar a la persona tal y como es, sin pretender moldearla a nuestros deseos, aceptando su esencia con el corazón abierto. En esa aceptación genuina se encuentra el verdadero significado de compartir la vida con otros.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? No. A veces la vida nos lleva por caminos diferentes, y las distancias se hacen presentes, ya sea física o emocionalmente. Pero más que verlo como una decepción, lo entiendo como parte del flujo natural de las relaciones humanas. Las personas evolucionamos y no siempre crecemos en la misma dirección. Sin embargo, eso no quita el valor de los momentos compartidos. Cada amistad deja una huella y prefiero recordar lo que fue enriquecedor en lugar de enfocarme en lo que pudo faltar.

¿Es usted una persona sincera?  Sí, aunque a veces no sea muy directo. La sinceridad, para mí, no solo significa hablar con franqueza, sino también hacerlo desde un lugar de respeto y consideración por los sentimientos del otro. Intento ser todo lo sincero que puedo, pero también trato de que mi honestidad refleje mi intención de cuidar las relaciones y aporte algo positivo.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Dedicándolo a escribir y a disfrutar de las personas que quiero.

¿Qué le da más miedo? No sabría responder a esta pregunta… pero sí hay una cuestión que me genera una profunda inquietud: la muerte. Es imprevisible, y siempre nos pilla a destiempo.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Nuestra limitada capacidad para ponernos en la piel del otro.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? He tenido la suerte de escribir y vivir muchas vidas. Algunos de mis mejores años los pasé realizando proyectos de desarrollo en varios países.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Paseo dos veces al día, a veces acompañado. No lo considero solo un ejercicio físico, sino también un espacio para cuidar la mente.

¿Sabe cocinar? No, pero tengo la suerte de compartir mi vida con una mujer que cocina maravillosamente.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? A mi padre. Era excepcional.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? “Adelante”, porque cuando nos quedamos atrapados en nosotros mismos o anclados en el pasado, cerramos la puerta a la esperanza.

¿Y la más peligrosa? Elijo dos palabras: “me rindo”. Cuando bajamos los brazos, algo en nosotros se apaga. Renunciamos no solo a un objetivo, sino también al derecho de equivocarnos y volver a intentarlo. 

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Nunca.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Creo en la importancia de escuchar, de comprender las múltiples aristas de cada realidad y de evitar las respuestas simplistas a problemas complejos. No me siento cómodo en etiquetas cerradas; prefiero el debate sereno, el pensamiento crítico y la posibilidad de encontrar puntos de encuentro entre visiones distintas. Más que adherirme a una tendencia política concreta, me interesa el diálogo honesto y la búsqueda de soluciones que dignifiquen la vida de las personas.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Director de trenes en la Estación del Norte de Madrid. Eso era lo que le decía siempre a mi madre cuando era pequeño. Ahora entiendo que me fascinaba la idea de orquestar un mundo donde cada tren, cada viaje, cada historia tuviera su propio destino y su propio tiempo. Quizá, en el fondo, lo que deseaba era ser el guardián de esos momentos de partida y regreso, de encuentros y despedidas, de promesas que se hacen al subir a un tren y de nostalgias que quedan en el andén. Con los años comprendí que la literatura, de algún modo, también es eso: una estación donde los personajes llegan y parten, donde las palabras conducen al lector por paisajes desconocidos, donde el tiempo se detiene y, al mismo tiempo, avanza sin tregua.

¿Cuáles son sus vicios principales? Atesorar libros y papeles, como si en cada hoja impresa se escondiera un pedazo de tiempo que no quiero dejar escapar. Acumulo más libros de los que podría leer en varias vidas, subrayo frases con la certeza de que algún día volveré a ellas, y escribo notas en los márgenes que luego se convierten en pequeños enigmas para mi yo futuro. Guardo recortes, cartas antiguas, anotaciones sueltas que, en su caos, trazan un mapa de mis pensamientos a lo largo de los años. Quizás sea una forma de resistencia contra el olvido, un intento de capturar lo efímero antes de que desaparezca. O tal vez, simplemente, un vicio incurable de quien encuentra refugio en las palabras y en las huellas que dejan.

¿Y sus virtudes? La paciencia, no solo como espera, sino como una forma de mirar el mundo sin urgencia, de comprender que todo tiene su tiempo y que algunas respuestas solo llegan cuando aprendemos a escuchar el silencio. Y recordar a quienes me quieren, no solo en la memoria, sino en la presencia: en un gesto, en una llamada inesperada, en el cuidado de los detalles que sostienen los afectos.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Casi me ahogué una vez. Tenía once años y la corriente me arrastraba sin que mis fuerzas pudieran contenerla. Recuerdo la desesperación de no encontrar un punto de apoyo, y también el instante en que mi padre me sujetó y me trajo de vuelta. Si me volviera a pasar, quizás vería su rostro de nuevo, pero esta vez desde el otro lado, esperándome. Tal vez vería también a mi hijo Juan, que partió demasiado pronto, y a quien tantas veces he querido abrazar en sueños. Y, al mismo tiempo, me alcanzaría la voz de mi mujer, llamándome desde este mundo, anclándome a la orilla de la vida con la sola fuerza de su presencia.

T. M.