Hace veinticuatro meses llegaba en español una mastodóntica biografía del padre de la bomba atómica, que inspiró una película que iba a estrenarse en aquel verano de 2023. La cinta, «Oppenheimer», de Christopher Nolan, tan habituado a abordar asuntos que tienen que ver con la dimensión del tiempo de índole físico-matemática, presentaba un reparto estelar y contaba cómo el citado científico lideró el proceso que llevaría a la invención de la bomba atómica. Con este planteamiento, veríamos al personaje sufrir remordimientos frente a semejante arma, pues no en vano se mostró contrario a ella el resto de sus años, como contaban en el libro de 2005 –y que les valió el premio Pulitzer– «Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer» (Debate) sus autores, Kai Bird y Martin J. Sherwin.
A raíz de haberse pasado treinta años entrevistando a familiares, amigos y colegas de Oppenheimer, o de rebuscar información en archivos del FBI, se fue haciendo esta biografía que era a la vez un análisis del periodo de la Guerra Fría y la conformación política y cultural estadounidense moderna. Bird y Sherwin conseguían mostrar la personalidad y pensamientos de un Oppenheimer que, desde que se lanzaron las bombas atómicas en suelo nipón, «albergaba la vaga sensación de que en su camino lo esperaba algo oscuro y ominoso». Era el tiempo en que se cernía el anticomunismo en los Estados Unidos de la posguerra, y él acabó siendo sospechoso al haber llevado a cabo actividades izquierdistas en la década de 1930 en Berkeley. A esto se añadió la oposición que había mostrado en la posguerra ante los planes de las Fuerzas Aéreas, que pretendían lanzar bombas atómicas de forma masiva y estratégica: unos planes que el físico calificaba de genocidas.
En 1954, año que contempló la desesperación de Oppenheimer al verse humillado y señalado en plena época de McCarthy, acababa una vida profesional que lo había llevado a una colosal fama. Y es que «era el Prometeo de Estados Unidos, “el padre de la bomba atómica”, el hombre que había liderado la empresa de arrebatar a la naturaleza el impresionante fuego del sol para dárselo a su país en tiempos de guerra. Después había hablado con sensatez acerca de sus peligros y con esperanza acerca de sus beneficios potenciales». Pero ya su voz estaba silenciada. Así las cosas, Bird y Sherwin estudian cómo el científico fue primero alabado y luego defenestrado por la misma prensa, por los mismos políticos.
El fin del planeta
Annie Jacobsen (1967), periodista de investigación estadounidense que con produce programas de televisión y y escribe sobre guerra, armas, seguridad y secretos, conoce todo este terreno en profundidad. Lo demuestra en «Guerra nuclear. Un escenario» (traducción de Gemma Deza Guil), después de obtener repercusión con otros libros como «The Pentagon's Brain» (finalista del Premio Pulitzer 2016). Y sin embargo, una única vez se asoma el nombre de Oppenheimer en este trabajo suyo en que va al origen de las bombas atómicas hasta la actualidad y más allá. Ya en su día era evidente que eran «una amenaza para la humanidad y para la civilización», como advirtieron un grupo de almirantes, generales y científicos que redactó un informe del que se hace eco la autora.
Por otro lado, a ojos de la Junta de Jefes de Estado Mayor, estas armas de destrucción masiva también podían ser muy útiles a la hora de intimidar a otros países, de modo que al final «la recomendación del grupo era acumular más bombas. Rusia no tardaría en dotarse de su propio arsenal atómico, dejaba claro el informe, y eso suponía que Estados Unidos fuera vulnerable a un ataque sorpresa». De este modo, apunta Jacobsen, en 1947, Estados Unidos contaba con un arsenal de trece bombas atómicas; al año siguiente, cincuenta; en 1949, ciento setenta… «Con base en informes desclasificados, ahora sabemos que los estrategas militares convinieron que doscientas bombas nucleares eran armamento suficiente para destruir todo el imperio soviético». Fue entonces cuando el 29 de agosto de 1949, la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica, inédita a la norteamericana que había caído sobre Nagasaki cuatro años antes.
En fin, el arsenal de armas atómicas de Estados Unidos fue creciendo sin parar hasta llegar, en 1952, a 841. Desde aquel momento, el Gobierno estadounidense «ha invertido billones de dólares en prepararse para un escenario de guerra nuclear, a la par que ha ido refinando sus protocolos para continuar operativo después de que centenares de millones de estadounidenses se conviertan en víctimas mortales de un holocausto de dimensiones apocalípticas». He aquí el «escenario» que proyecta Jabobsen y que explica en el libro, acerca de lo que podría pasar el instante posterior a un ataque con misiles nucleares contra Estados Unidos; una información esta que dice basarse en datos extraídos de entrevistas que ha tenido con asesores presidenciales, miembros de distintos gabinetes, ingenieros de armamento nuclear, científicos, soldados, pilotos de la Fuerza Aérea, agentes de las fuerzas especiales, miembros del Servicio Secreto, expertos en gestión de emergencias y analistas de datos de inteligencia.
Documentos «top secret»
Por supuesto, los planes para una guerra nuclear general son
documentos clasificados, pero todo hace sospechar que el Pentágono sería «uno
de los objetivos principales de cualquier enemigo de Estados Unidos que posea
armamento nuclear, el primer ataque que se plantea en este simulacro de guerra
nuclear se produce contra Washington D. C., donde cae una bomba termonuclear de
un megatón». Según Andrew Weber, exasesor del secretario de Defensa para los
programas de defensa nuclear, química y biológica, un ataque por sorpresa
contra Washington D. C. es lo que más teme el Gobierno, lo cual llevaría sin
duda a una tercera guerra mundial con el armamento más letal posible.
De este modo, Jacobsen hace un ejercicio de conjeturar «un
conflicto apocalíptico que pondría fin a la civilización tal como la conocemos»,
convencida –ahí el lector tendrá que decidir si de modo razonable o alarmista–
de que semejante escenario de guerra nuclear podría suceder hoy mismo. No en
vano, como señaló el general Robert Kehler, excomandante del Comando
Estratégico de Estados Unidos: «El mundo podría acabarse dentro de un par de
horas». Una afirmación que veremos insinuarse a lo largo del libro, con voces
autorizadas como Richard L. Garwin, diseñador de armas nucleares, bomba
termonuclear Ivy Mike; Leon E. Panetta, secretario de Defensa de Estados
Unidos, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), jefe de Gabinete
de la Casa Blanca; o Michael J. Connor: comandante de la Fuerza Submarina
nuclear de Estados Unidos.
Por algo la investigadora titula su prólogo «El infierno
en la Tierra», porque, de producirse, «la detonación de un arma termonuclear de
un megatón empieza con un resplandor y un calor tan formidables que a la mente
humana le resultan imposibles de asimilar». Estaríamos hablando de un millón de
grados Celsius, que es «una temperatura entre cuatro y cinco veces superior a
la del núcleo del Sol». Visto así, los responsables de tal catástrofe podrían
decir, si alguno sobreviviera, lo que dijo Oppenheimer a un colega tras una prueba de bomba en el
desierto de Los Álamos y que significó el comienzo de sus dudas y al fin de su
arrepentimiento: «Ahora somos todos unos hijos de puta».
Publicado en La Razón, 4-I-2025