martes, 15 de noviembre de 2011

El hombre que sí perdonó Italia

Coinciden en las librerías dos novedades que recuperan la obra de este autor que logró un gran prestigio a finales del siglo XIX e inicios del XX, pero que fue olvidado por su pasado afín a Benito Mussolini.






Son dos libros, la novela Triunfo de la muerte y las Crónicas literarias y autorretrato, publicados respectivamente por las editoriales Alfabia y Fórcola, las que han puesto de actualidad a Gabriele D’Annunzio (1863-1938, seudónimo de Gaetano Raspagnetta), tradicionalmente ligado al dictador Mussolini y olvidado desde hace mucho como dramaturgo, narrador y poeta. Y, sin embargo, este autor, representante por excelencia del decadentismo europeo, tuvo un prestigio y una popularidad inconmensurables en su tiempo, y además una vida de lo más intensa y extravagante.

David Copé, encargado de la edición de Triunfo de la muerte, explica bien «la complicada posteridad» que ha sufrido D’Annunzio, asociado a una serie de estigmas y clichés «que ha venido arrastrando como una pesadísima losa desde hace décadas. Sin duda, la peculiar relación que mantuvo con el fascismo y con Mussolini sigue lastrando la recepción de su obra aún hoy en día». Una obra que recibió el agasajo de grandes escritores de la época, como Marcel Proust, Paul Valéry o Henry James, del que se incluye aquí un ensayo sobre la obra de D’Annunzio en general y en el que cita como «un ejemplo insuperable de su talento» esta novela traducida por Salud María Jarilla.

La extensa escritura de Triunfo de la muerte le llevó al escritor bastante tiempo: la empezó en 1889, dos años después de publicar El inocente, que Luchino Visconti llevaría al cine, y la terminó en 1894, justo cuando inició su relación con la famosa actriz Eleonora Duse, que acabaría en 1910. Cuenta la historia de amor entre Giorgio e Ippolita con gran retórica y ampulosidad en los diálogos, muy al estilo decadentista, con solemnes pensamientos y sufrimientos del alma. Una estética de sensualidad y atracción mortuoria que se vio enfatizada por la continua autopropaganda del autor, lo cual pudo ver Josep Pla en los años veinte durante sus viajes a Italia: «D’Annunzio era una especie de personaje mítico, un ídolo fabuloso del país», aseguró, pero «excesivamente esnob, refinado, insoportablemente señorial». En todo caso, su importancia fue capital como escritor primero, y luego como «fundador del partido patriota italiano».

Toda esta trayectoria la resume perfectamente Amelia Pérez de Villar, que está a cargo de los artículos reunidos en Crónicas literarias y autorretrato que D’Annunzio fue publicando en la prensa y en los que abordó la obra de Dante, Shelley, Tennyson, Zola y Wagner. La traductora repasa una vida en la que hubo de todo: bodas e hijos, divorcios y amantes, pilotaje de aviones y liderazgo militar, además de «sufrir un atentado y montar una especie de museo de artistas, para acabar recluido en uno de los parajes más bellos de Italia, convertido en príncipe y nombrado académico, mientras se le despedía con honores de hombre de Estado». De hecho, el propio Mussolini imitó de D’Annunzio «todo el ritual de la dictadura, que incorporó a su propio programa político», dice Pérez de Villar.

El escritor había entrado en política en 1897 como diputado y se haría famoso por sus discursos, a la vez que se convertiría en piloto en la Gran Guerra, de la cual salió como un héroe por participar en arriesgadas misiones. Por entonces, el sentimiento nacionalista estaba en auge, y él mismo hizo de la zona de Fiume lo que «parecía el embrión del sistema fascista italiano», según la traductora. Luego, ya retirado, «aunque tuvo una enorme influencia sobre la ideología de Benito Mussolini, nunca participó activamente en los gobiernos fascistas italianos». Es hora, pues, de quedarse con el D’Annunzio escritor, pues la política pasa, pero la creación artística queda. Y de ella, tenemos aquí dos magníficos ejemplos, uno narrativo y el otro de periodismo cultural, que se complementan e informarán al lector de quién fue, exactamente, aquel al que apodaron «Il Vate», o sea, «el profeta».

Publicado en La Razón, 15-XI-2011