Percy Bysshe Shelley, en una reseña de 1817 de la novela que su mujer
escribió con alrededor de veinte años y que disfrutó de un gran éxito mediante
sus adaptaciones teatrales, «Frankenstein o el moderno Prometeo», apuntó algo
que podríamos extender a esta obra de Peter Ackroyd: «El interés aumenta
gradualmente y avanza hacia la conclusión con la velocidad acelerada de una
peña que rueda montaña abajo». El gran biógrafo de la ciudad de Londres y de
sus mejores escritores ya dio muestras de su refinado ingenio en la anterior de
sus novelas editadas por Edhasa, «Los Lamb de Londres» (2007), sobre los
hermanos Charles y Mary Lamb, autores de los «Cuentos basados en el teatro de
Shakespeare» (1807), los cuales protagonizaban una tragicomedia llena de una
erudición deleitosa en la que también se asomaban otros autores, como Thomas de
Quincey y R. B. Sheridan.
Y es que ésta es la seña de identidad de Ackroyd: llevar la existencia de
los grandes poetas británicos a novelas de entretenimiento donde suelen
combinarse el recurso del manuscrito hallado y el rigor histórico para dar,
como resultado, obras que son sencillamente deliciosas. «El diario de Víctor
Frankenstein» –traducida por Gregorio Cantera– es un excelso ejemplo de tal
cosa, un juego metaliterario en que se dan cita el frenesí londinense de
calles, ríos, barrios y voces, los paisajes suizos donde creció el estudiante
de filosofía natural Víctor Frankenstein y, en concreto, la Villa Diodati, la
propiedad junto al lago Leman que alquiló Lord Byron en el verano de 1816 y en
la que nacería aquella célebre propuesta: «En noches lúgubres como ésta –dirá
el poeta en la novela (pág. 381)–, hemos de ser capaces de contar nuestros
propios relatos, buscar una forma de entretenernos, ya sea sirviéndonos de
hechos verídicos o de fantasías inventadas». De ello nacería un pequeño relato
inconcluso de Byron, el exitosísimo cuento «El vampiro» del doctor personal del
vate, William Polidori, y, por supuesto, «Frankenstein» de Mary Wollstonecraft,
recién casada con Shelley sin la aprobación paterna.
El propio Ackroyd toma el testigo de concebir algo verídico e inventado
para construir una trama perfectamente urdida en la que recrea el deseo de
Frankenstein, desde que llega a Oxford y conoce a un Shelley propagador de
ideas ateístas del que se hace íntimo amigo, por «dotar de vida a la materia
muerta o inerte» (pág. 19). En aquella casa suiza, cuenta Mary Shelley en el
prólogo a la edición de 1831 de su novela, se habló de Darwin, del galvanismo,
de que «quizá un cadáver podría ser reanimado». Pues, como afirma repetidamente
Frankenstein en la obra de Ackroyd, toda la naturaleza es pura electricidad:
«El fluido eléctrico, en cantidades ilimitadas, permanece latente en la tierra,
en el agua y en el aire. Está presente en los rayos de las tormentas de verano,
incluso en las gotas de lluvia» (pág. 143). Así, con sus experimentos, teniendo
presente la frase que oye en una conferencia en boca de Coleridge: «Gracias a
la imaginación, podemos cambiar el curso de las cosas», el científico lleva a
cabo su obsesión por descubrir el secreto de la vida, que en su caso es
desvelar la forma de resucitar a los muertos.
El misterio de la creación que domina las pasiones del Frankenstein
original tiene en el de Ackroyd un complemento sensacional, pues vemos el
proceso completo del personaje en pos de su objetivo: pruebas con innovadores
aparatos tecnológicos, búsqueda de los cadáveres adecuados mediante los
llamados «resurreccionistas», una panda de maleantes que proporcionaban muertos
a los hospitales para las clases de anatomía, y al cabo su relación con la
criatura que ha ideado y que convertirá su sueño científico en la peor de las
pesadillas. Pues la muerte llena todo: muertes de personajes que fueron reales
en su momento, como la primera esposa de Shelley, Harriet Westbrook, y que
Ackroyd utiliza hábilmente para sus propósitos narrativos. Su dominio sobre el
Londres de la época y las vidas de todos los escritores citados es tan
apabullante que aquel familiarizado con los acontecimientos que se
literaturizan –la trágica existencia de la pareja Shelley, el
extraño vínculo entre el arrogante Byron y su médico– hallará un placer
inusitado en estas páginas; pura felicidad lectora. Más si cabe cuando se
compare el texto de Mary Shelley, el soliloquio de Frankenstein, con el de
Ackroyd, también en primera persona pero en forma novelesca, hasta que al final
entendamos que ha sido, más bien, el diario de un hombre que se dejó cegar por
el poder de los fluidos eléctricos y enfermó su alma para siempre.
Publicado en La Razón, 17-V-2012