Ya lo dijo, en la conferencia «Samuel Beckett: Nadie de la Nada», el gran
biógrafo Richard Ellmann: «Es un escritor “sui generis”, con sello propio,
garantizado y estilizado». Y ciertamente, de pocos autores se puede decir eso
de forma tan tajante y excepcional. El irlandés Anthony Cronin ha ahondado en
ello en la que es la primera biografía traducida al español del premio Nobel
1969 –por Miguel Martínez-Lage–, un libro publicado en 1996 y al que
se consagró después de haber recorrido la vida de otro
compatriota literato ilustre, Flann O’Brien, en el volumen “No Laughing Matter”
(1988).
Desde su nacimiento, en el seno de
una acomodada familia radicada en un pueblo cercano a Dublín llamado Foxrock,
hasta su muerte en 1989, se van detallando con gran conocimiento los andares de
Beckett: cómo su difícil relación con su airada madre y los paseos con su silencioso
padre generarán situaciones que se convertirán en ideas obsesivas que luego
aparecerán en negro sobre blanco, cómo el paisaje isleño que vio al crecer
marca su mirada del mundo, muy en particular desde el puente de Dun Laoghaire. «En todas sus obras aparece una
ciudad a la orilla del mar, una pequeña llanura costera, los montes detrás. Su
forma de imaginar es distinta de la imaginación literal y meticulosa de James
Joyce», afirma el autor, que sigue al biografiado en sus insomnios y pesadillas
–que tendrán reflejo en su teatro–, en el ambiente protestante que le rodeaba y
en su dedicación al deporte (críquet, rugby, boxeo, natación, golf, tenis...).
De hecho, tanto en sus años adolescentes en un exclusivo internado como
más tarde en el Trinity College dublinés, de donde salió licenciado en lenguas
románicas en 1927, pareció interesarse más por los juegos y las motos que por
los estudios, asegura Cronin. Son los años en los que perfecciona su francés,
“parte esencial en la educación de la clase media de Irlanda”, lee a Keats y a
Racine, frecuenta el Abbey Theatre para ver las obras de S. O'Casey, J. M.
Synge y W. B. Yeats, y sufre desaveniencias familiares que le empujarán a una
decisión fundamental: salir de
Irlanda, como habían hecho Wilde, Joyce y Yeats. Así, trabaja como profesor en
Belfast y luego en París –“En cierto modo, Beckett estaba hecho para la Francia
del siglo XX. Al encontrarla, encontró su patria”–, intima con el autor del
«Ulises», vive el modernismo de vanguardia y publica un ensayo sobre Proust en
1931.
Con todo, Cronin aprecia que Beckett no se sintió atraído por la cultura
parisina, sino que se limitó al círculo de Joyce; tanto, que la librera
Adrienne Monnier lo llama “un nuevo Stephen Dedalus” (en referencia al
personaje joyceano de “Retrato del artista adolescente”); tanto, que la
malograda hija esquizofrénica de Joyce, Lucia, se enamora de Beckett sin que
este le corresponda. (Toda esta relación de Beckett con la familia Joyce está
maravillosamente recreada en la reciente novela gráfica de Alfonso Zapico, “Dublinés”.) Beckett,
al igual que Joyce, quien tuvo una “dependencia cada vez mayor” de su amigo
hasta el punto de ser “indispensable para el maestro”, vive aislado en su
propio mundo. Así, a causa de sus depresiones se somete al psicoanálisis en Londres, experiencia que “a su juicio, lo
llevó a ser más humilde”, se afana por publicar “Belacqua en Dublín” y
“Murphy”, y de vuelta en París traba relación con el escultor Alberto
Giacometti y tiene un “affaire” con la mecenas Peggy Guggenheim.
Entonces, llega otro punto de inflexión. Él y su novia Suzanne huyen de
la capital invadida de nazis y se trasladan a Roussillon en 1942. Indignado por
cómo son tratados los judíos, colabora con la Resistencia y escribe la novela «Watt», que Cronin elogia muchísimo. Definitivamente, se
pasa a la lengua francesa, lo que “ha sido objeto de muchos debates”, y en la
década siguiente le llega el éxito: «Esperando a Godot» (1952), que recibe buenas críticas
pero desconcierta al público, y luego la trilogía compuesta por «Molloy»,
«Malone muere» y «El innombrable». Beckett dice escribrir por obligación –es
“el odio a la necesidad de crear una ficción”– y se muestra como un
“perfeccionista en un grado inusual, obsesivo”. Recibe el Nobel con “frialdad”,
pues ni eso distrae a una mente enfrentada al lenguaje sin descanso y que da
siempre como resultado una suerte de angustia, un personaje solitario, con
“capacidad para hacer chistes”, que se hace preguntas que no merecerán respuestas,
sino unas pocas palabras que anulan todo: nada, nadie.
Publicado en La Razón, 21-VI-2012