Hay un cuento de Stefan Zweig, “Mendel, el de los
libros”, que representa muy bien el auge de los cafés de antaño, cuando eran un
sitio donde pasar tardes enteras, hacer vida social e incluso política y
cultural. El personaje casi vivía en el Café Gluck de Viena, y tal cosa era,
más que una molestia, todo un honor para el local. Pero el mundo cambió con la
guerra, y el inofensivo librero pasó a ser sospechoso de cartearse con el
enemigo, un colega parisino. Fue el fin de Mendel, y en paralelo el de un modo de
entender la vida en los cafés. Pues bien, a estudiar esas vidas anónimas y
legendarias, reales y de ficción, en la atmósfera inigualable de los cafés más
emblemáticos del mundo occidental, se ha dedicado Antonio Bonet Correa. El
resultado, “Los cafés históricos” (editorial Cátedra), en el que viaja a los
orígenes de estos establecimientos, sigue su proliferación y analiza sus
características sociológicas y arquitectónicas.
El
germen de estas páginas es el que forma la primera parte, el Discurso de Recepción
en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, en 1987, y que
da título al volumen. A ello el autor ha añadido varias apostillas sobre “el
mundo histórico de los cafés” en el que hace un recorrido por las zonas del
mundo que cuentan con cafeterías de renombre: muy particularmente, París, con
tantos cafés elegantes –el más famoso, el Café de Flore–, Viena y Centroeuropa
con el Café Central y tantos otros, Roma y el Café Greco, Lisboa y los cafés a
los que acudía Fernando Pessoa, Buenos Aires y el Café Tortoni, y, por
supuesto, España, desde el siglo XVIII hasta nuestros días, aunque en nuestro
país, según el autor, no exista la tradición de conservar este tipo de lugares:
“Desde hace años he visto desaparecer, uno a uno, una larga lista de viejos
cafés históricos. En Madrid, el Pombo, el Varela y el Teide. En Barcelona, el
Canaletas. En Santiago de Compostela, el Español. En Lugo, el Méndez Núñez, y
en Murcia, el Santos”. ¿Se añadirá a esos cierres el del Café Gijón, el cual,
por un asunto administrativo, está a punto de perder su terraza del paseo de
Recoletos y con ello su principal fuente de ingresos?
Hablar de cafeterías implica
buscar el inicio de tomar café. «En Europa se introdujo el café en el siglo
XVII. Austriacos, franceses e italianos fueron los primeros en degustar el
llamado “néctar” o “vino de los árabes”», apunta Bonet. “En La Meca, en El
Cairo, Damasco, Bagdad y Constantinopla se abrieron los primeros
establecimientos donde se expendía el café, convirtiéndose sus locales en centros
de reunión y vida social”. En nuestro continente, fueron los ingleses los que,
antes que el té, iniciaron la costumbre de beber café en un sitio público, en
Oxford, en 1650, explica. Más tarde, vendría la vinculación entre los cafés y
el arte y la literatura: “Sin los cafés decimonónicos o modernistas de Viena,
Budapest, Praga, Cracovia, Berlín, Bruselas, Ámsterdam o París no se comprenden
los movimientos estéticos contemporáneos”. Algo que queda demostrado gracias a
una gran cantidad de imágenes –fotografías, reproducciones de cuadros, portadas
de libros…– que acompañan las explicaciones del historiador, para quien la Edad
Contemporánea queda reflejada en estos locales de forma determinante, y pone un
ejemplo: “La Revolución Francesa y sus secuelas encontraron su campo de acción
en los cafés”.
Y es que no son pocas las
corrientes ideológicas que han tomado acomodo en los cafés, mezcla de lugar
público y privado; asimismo, un espacio “de meditación y soledad, de cita
íntima, de tertulia y tribuna libre de un grupo”. Cómo no pensar en los cuadros
de los pintores impresionistas de las terrazas parisinas o los interiores de
los cafés abarrotados de gente, cómo no recordar el barcelonés Els Quatre Gats
y a Picasso, o a los tertulianos que se congregaban en torno a Ramón Gómez de
la Serna, en el café Pombo, y que inmortalizó el artista José Gutiérrez Solana.
Hoy en día, visitar ciertos cafés también entra en el plan de visitas
turísticas, “como si se tratase de unos santuarios o monumentos históricos”. Ocurre
muy especialmente en el barrio de Saint-Germain, que vieron a Jean-Paul Sartre
y Simone de Beauvoir entrar en el Flore, “su segundo hogar”. En los cafés, se
escribieron libros enteros, muchos extranjeros se adaptaron a su nueva ciudad,
lo individual se hizo colectivo. Fueron una especie de “nexo con la sociedad”,
recalca Bonet, y, sobre todo, con aquellas personas que “se encontraban y
compartían dentro de un terreno neutro a la vez que cordial y solidario”.
Publicado en La Razón, 8-VI-2012