Empezaremos
por el capítulo final de este concentrado volumen y la sabia simpleza de unas palabras
de Ramón de Campoamor que sirven de epígrafe a su autora, Frances Stonor
Saunders: «En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según
el color del cristal con que se mira». Ese cristal fue, para muchos
norteamericanos, el de creerse que ellos debían regir el mundo, no sólo
política y económicamente sino también desde el punto de vista cultural, usando
el mundo intelectual para sus propios intereses, desde luego. Dicha visión, la
de «que el destino de Estados Unidos era asumir la responsabilidad de liderazgo
durante el siglo, en lugar de una gastada y desacreditada Europa», fue el
origen del mito de la guerra fría, arguye esta joven investigadora poco antes
del epílogo. Y ahora vayamos al principio.
Saunders publicó «La CIA y la guerra
fría cultural» en 1999; ahora, para esta edición española (traducción de Rafael
Fontes) añade unas palabras previas que vienen a advertir al descreído que puede
ver como algo llamativo pero vacuo aquel viejo enfrentamiento ideológico que
marcó la segunda mitad de siglo XX, que tal cosa fue muy real y «no una
prolongada discusión sobre cosas insustanciales». Su misión, más que
desenmascarar las acciones clandestinas, fraudulentas y maliciosas de la
Agencia Central de Inteligencia, radicó en ubicar la intervención de
intelectuales –muy en particular, los neoyorquinos– en los eventos que se
generaron desde la poderosa organización, por un lado, y por el otro seguir los
pasos de sus dirigentes más comprometidos con la causa: un «peculiar
triunvirato» formado por «Lasky, militante político, Josselson, antiguo
ejecutivo de compras de unos grandes almacenes, y Nabokov, compositor».
Obsesivamente, estos tres hombres
porfiaron para que la intelectualidad occidental se sumase al proyecto de
atacar subliminalmente todo lo que oliera a nazi o a soviético en un tiempo que
acababa de dejar atrás la Segunda Guerra Mundial y Stalin todavía vivía. El
arma de destrucción para ello no podía ser más masiva: la cultura universal que
empapa la literatura, el arte y la música. Y las balas, los propios escritores,
pintores y músicos. Se convocaron a muchos de estos para celebrar congresos,
conferencias y exposiciones, así como para participar en diversas
publicaciones, la primera de ellas «Preuves» (pruebas o evidencia) amparada por
el Congreso por la Libertad Cultural, cuya primera reunión, en Berlín, ya fue
pagada por la CIA. Esta, en efecto, iba a financiar con millones de dólares
muchas iniciativas para mostrar al mundo a los artistas proscritos por el
comunismo en connivencia con «fundaciones filantrópicas, empresas y otras
instituciones e individuos» que hacían de tapadera para la Agencia, y también
de «vía de financiación de sus programas secretos en Europa occidental».
El propósito de la CIA, a partir de
1947, fue sin duda ambicioso, como se desprende de lo dicho por Saunders:
«Vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecución
de los intereses de la política exterior estadounidense en el extranjero»;
especialmente en Alemania, en primer lugar, gracias a programas editoriales que
ayudaron a numerosos narradores y dramaturgos americanos a adquirir fama y
renombre en aquella tierra que se pretendía desnazificar. Asimismo,
intelectuales como Arthur Koestler o André Gide, que habían criticado el
comunismo desde sus libros, fueron presa de los agasajos del Congreso, el cual
iba a disfrutar de un listado de colaboradores tan amplio como prestigioso. Por
ejemplo, para un encuentro artístico, el Festival de las Obras Maestras del
Siglo XX, en 1952 –siempre con marcado carácter propagandístico–, pudo contarse
con los músicos y orquestas sinfónicas más importantes de la época.
La cuestión
era, en esta batalla psicológica entre buenos y malos, exponer a los más
insignes artistas como integrantes del mundo libre que representaban los
Estados Unidos de América, subrayando la presencia de aquellos que habían sido
prohibidos, odiados o perseguidos por los gobiernos totalitaristas.
Compositores como Igor Stravinsky o Aaron Copland, poetas como W. H. Auden,
actores como Laurence Olivier o pacifistas como André Malraux y el diplomático
español Salvador de Madariaga participaron en todo ello siendo o no conscientes
de que estaban siendo utilizados como publicidad política. Es digno de
resaltar, a este respecto, cómo el poeta británico Stephen Spender, codirector
de la revista del Congreso por la Libertad Cultural, se defendió entre lágrimas
jurando que desconocía que la publicación recibía dinero de la CIA. Y sin
embargo, al parecer se trataba de una verdad a gritos, lo cual proyectó en
muchos intelectuales relevantes cierta sombra de ingenuidad.
Publicado en La Razón, 28-II-2013