lunes, 3 de junio de 2013

Entrevista capotiana a Alberto Chimal

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Alberto Chimal.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
¿Puede ser una ciudad entera? París: la he visitado dos veces solamente, y sé que no me quiere, pero ya se sabe que los amores correspondidos son muy infrecuentes.
¿Prefiere los animales a la gente?
Algunos animales (en especial los gatos) a alguna gente (en especial los arrogantes, los autoritarios, los ignorantes y los crueles).
¿Es usted cruel?
A veces es imposible evitarlo. Pero la mayoría de las escenas crueles se quedan en la imaginación.


¿Tiene muchos amigos?
Creo que no. No soy bueno para cultivar amistades. Me gustaría serlo.


¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Theodore Sturgeon decía que los amigos son las personas que te quieren, les gustes o no. Tal vez el poder hacer eso (dar y recibir eso) es lo más a lo que puede aspirarse. (Aunque justamente ahora me encuentro, en algo de Coetzee, esto: según Charles Lamb, se puede tener amigos sin querer necesariamente verlos. Como soy una persona tímida, sospecho que mis amistades tienen que cargar con más dificultades de mi parte de las que deberían en ese sentido. Sí quiero verlos, pero me cuesta.)
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Sólo cuando olvido que, salvo rarísimas excepciones, nadie se pondrá de tu lado cuando estés en desventaja.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí. Aunque a veces tardo en hablar.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Me encantaría tener más tiempo para leer. Nunca será suficiente el que llegue a haber.
¿Qué le da más miedo?
El dolor antes de la muerte. El dolor en general.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La desigualdad, la injusticia, la estupidez.


Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Probablemente hubiera sido ingeniero, como deseaba la familia de mi madre. Y hubiera sido invariable, uniformemente infeliz.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí: poco, pero constante, en especial para que no se agrave una lesión que me hice en un pie hace años.

¿Sabe cocinar?
Sí. Y no lo hago mal...
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Edward Gorey o Mario Levrero, grandes artistas inclasificables (y por lo tanto ignorados por las personas de criterio estrecho).
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Mañana.
¿Y la más peligrosa?
Poder.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No. Aunque sí he odiado a algunos.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?


Ningún partido de mi país me representa, pero me siento más cerca de la izquierda que de cualquier otra postura. Me afiliaría a un Partido Muy Tonto, como los que aparecían a veces en el programa de Monty Python.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un gato. O una montaña.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Me distraigo con facilidad con ciertas cosas raras en libros o en la red. Y tengo una capacidad extraordinaria para la amargura.
¿Y sus virtudes?
No parece, pero soy tenaz. Le doy todo a las personas queridas. Y me gusta compartir lo que me apasiona.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? 
Mi madre, sosteniéndome en sus brazos, cuando era muy pequeño; la biblioteca pequeña y desordenada de su casa; los dramas repetidos de crecer a su lado; el momento en el que supe que publicaría mi primer libro; una reunión de hace veinte años, con fondo de Caifanes y muchos amigos que ya me han olvidado; el día que por fin me encerré en mi propia casa; las caras de varias personas queridas y ya muertas; la cara de Raquel, mi esposa, la primera vez que me besó; la madrugada en la que terminé, por fin, mi segunda novela, y esos otros amigos, invisibles, salieron corriendo de la pantalla.
T. M.