En 1972,
Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que
nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran,
Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez.
Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y
costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista
capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Alberto
Chimal.
Si
tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál
elegiría?
¿Puede ser una ciudad entera?
París: la he visitado dos veces solamente, y sé que no me quiere, pero ya se sabe
que los amores correspondidos son muy infrecuentes.
¿Prefiere los animales a la
gente?
Algunos animales (en especial
los gatos) a alguna gente (en especial los arrogantes, los autoritarios, los
ignorantes y los crueles).
¿Es usted cruel?
A veces es imposible
evitarlo. Pero la mayoría de las escenas crueles se quedan en la imaginación.
¿Tiene muchos amigos?
Creo que no. No soy bueno
para cultivar amistades. Me gustaría serlo.
¿Qué cualidades busca en sus
amigos?
Theodore Sturgeon decía que
los amigos son las personas que te quieren, les gustes o no. Tal vez el poder
hacer eso (dar y recibir eso) es lo más a lo que puede aspirarse. (Aunque
justamente ahora me encuentro, en algo de Coetzee, esto: según Charles Lamb, se
puede tener amigos sin querer necesariamente verlos. Como soy una persona
tímida, sospecho que mis amistades tienen que cargar con más dificultades de mi
parte de las que deberían en ese sentido. Sí quiero verlos, pero me cuesta.)
¿Suelen decepcionarle sus
amigos?
Sólo cuando olvido que, salvo
rarísimas excepciones, nadie se pondrá de tu lado cuando estés en desventaja.
¿Es usted una persona
sincera?
Sí. Aunque a veces tardo en
hablar.
¿Cómo prefiere ocupar su
tiempo libre?
Me encantaría tener más
tiempo para leer. Nunca será suficiente el que llegue a haber.
¿Qué le da más miedo?
El dolor antes de la muerte.
El dolor en general.
¿Qué le escandaliza, si es
que hay algo que le escandalice?
La desigualdad, la
injusticia, la estupidez.
Si no hubiera decidido ser
escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Probablemente hubiera sido
ingeniero, como deseaba la familia de mi madre. Y hubiera sido invariable,
uniformemente infeliz.
¿Practica algún tipo de
ejercicio físico?
Sí: poco, pero constante, en
especial para que no se agrave una lesión que me hice en un pie hace años.
¿Sabe cocinar?
Sí. Y no lo hago mal...
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre
«un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Edward Gorey o Mario
Levrero, grandes artistas inclasificables (y por lo tanto ignorados por las
personas de criterio estrecho).
¿Cuál es, en cualquier
idioma, la palabra más llena de esperanza?
Mañana.
¿Y la más peligrosa?
Poder.
¿Alguna vez ha querido matar
a alguien?
No. Aunque sí he odiado a
algunos.
¿Cuáles son sus tendencias
políticas?
Ningún partido de mi país me
representa, pero me siento más cerca de la izquierda que de cualquier otra
postura. Me afiliaría a un Partido Muy Tonto, como los que aparecían a veces en
el programa de Monty Python.
Si pudiera ser otra cosa,
¿qué le gustaría ser?
Un gato. O una montaña.
¿Cuáles son sus vicios
principales?
Me distraigo con facilidad
con ciertas cosas raras en libros o en la red. Y tengo una capacidad
extraordinaria para la amargura.
¿Y sus virtudes?
No parece, pero soy tenaz. Le
doy todo a las personas queridas. Y me gusta compartir lo que me apasiona.
Imagine que se está ahogando.
¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Mi madre, sosteniéndome en
sus brazos, cuando era muy pequeño; la biblioteca pequeña y desordenada de su
casa; los dramas repetidos de crecer a su lado; el momento en el que supe que
publicaría mi primer libro; una reunión de hace veinte años, con fondo de
Caifanes y muchos amigos que ya me han olvidado; el día que por fin me encerré
en mi propia casa; las caras de varias personas queridas y ya muertas; la cara
de Raquel, mi esposa, la primera vez que me besó; la madrugada en la que
terminé, por fin, mi segunda novela, y esos otros amigos, invisibles, salieron
corriendo de la pantalla.
T. M.