«Presencias
fantasmales en “Orgullo y prejuicio”: existen únicamente para servir a la
familia y a la narración»; así es cómo explica Jo Baker, al final de esta
novela, su idea de haber hecho de unos cuantos secundarios los protagonistas de
una historia metaliteraria. Pues el espacio y el tiempo de los que deambulan
por “Las sombras de Longbourn” (traducción de Rubén Martín Giráldez) son los de
la inmortal obra de Jane Austen. Ahora son los sirvientes los seres que hablan,
sufren, desean, y no los componentes de la familia Bennet, el matrimonio y las
cinco hijas casaderas.
Se nota que
Baker se conoce al dedillo todo lo relacionado con el ambiente que vio
desarrollarse el amor entre Elizabeth y Darcy. Donde Austen apuntó muy
sucintamente la presencia de un ama de llaves o una criada, Baker lo aprovecha
para hacer volar su imaginación y crear un relato paralelo. En él, conocemos a
las doncellas Sarah y Polly, la primera marcada por la orfandad, que inician
sus labores domésticas al alba, bajo las órdenes de la anciana señora Hill, que
ejerce de cocinera. Y así como en “Orgullo y prejuicio” la novedad desde la
primera página estribaba en la llegada del acaudalado señor Bingley, en “Las
sombras de Longbourn” es la llegada inminente del mozo James Smith lo que
despierta curiosidad dentro de una vida muy rutinaria.
La narración,
meritoria por todo cuanto decimos, no alcanza una altura literaria suficiente
por sí misma y se vuelve lenta y carente de garra, por mucho que pueda resultar
interesante la recreación de cómo se llevaba una casa en la Inglaterra de
comienzos del siglo XIX. De este modo, los intríngulis de la vida simple de
sirvientes, presentados un poco al modo de productos fílmicos como la mítica
serie de los años setenta “Arriba y abajo” o el “Gosford Park” de Robert
Altman, van dramatizándose a medida que conocemos más sobre Smith, su pasado
enigmático y su destino bélico.
Publicado en La Razón, 21-XI-2013