Decía Gilbert Keith Chesterton que el género policiaco
de su época reflejaba como ninguna otra forma literaria «la poesía de la vida
moderna». Es en este tipo de libros populares, afirmaba, donde se hallaba la
ética del presente que no se encuentra en otro tipo de libros: «Creo que las novelas de crímenes son la parte más moral
de la ficción moderna», sentenciaba. En ellas, el creador del extravagante
detective padre Brown veía todo «un drama de máscaras y rostros» que se
presentaban al lector como una especie de juego. No en balde, el primer tercio
del siglo XX aún se caracterizó por ese juego de la novela-enigma: en 1907, Gaston
Leroux había publicado “El misterio del cuarto amarillo”, en donde se resolvía
un caso acontecido entre cuatro paredes. Aún faltaba bastante tiempo para que,
en 1920, debutara Agatha Christie, e incluso más tarde todavía iban a ver la
luz algunas historias de Sherlock Holmes.
Pero cómo se fraguó el género detectivesco
antes del surgimiento del personaje de Arthur Conan Doyle en 1887 –en la
novela «Estudio en escarlata» (protagonizará tres novelas más y cincuenta y
seis cuentos)–, quien, siguiendo con
Chesterton, «rodeó a su detective del auténtico ambiente poético londinense». Se
diría que los relatos de detectives tuvieron en el autor escocés, y al otro
lado del Atlántico, en E. A. Poe, a sus practicantes más destacados y pioneros.
Y sin embargo, se había ido gestando la literatura de criminales y detectives
desde bastante tiempo atrás, como nos propone conocer esta antología de Ana
Useros, circunscrita al periodo victoriano (1837-1901). En su breve y
sobresaliente prólogo, la encargada de la selección –el lector español sólo reconocerá
apenas la firma de tres nombres: Charles Dickens, Wilkie Collins y Doyle– habla
de cómo la sociedad se aficionó a estas historias en la prensa y cómo estuvo
muy ligada a la “construcción del universo ficticio de un género y a la
construcción textual de ese género”.
Y es que decir relato detectivesco en este
contexto significa decir Londres, cuerpo de Policía Metropolitana, Scotland
Yard (creado en 1842). De modo que es el detective “profesional” se eleva a
categoría literaria, si bien “abogados, jueces, médicos y periodistas
protagonizan los primeros relatos detectivescos junto a los protodetectives
aficionados que se ven envueltos en la aventura de la detección de un crimen
por su asociación personal con el caso”. Como ejemplo de todo ello, tendremos a
los policías enfrentados al Londres más peligroso, destacando Dickens con dos
piezas de tono periodístico sobre anécdotas oídas por diversos agentes, pero lo
más curioso es un relato de 1837 de William E. Burton, actor londinense que
triunfó en Estados Unidos, donde fundó una revista en la que trabajaría Poe.
Pues bien, el cuento de Burton “La cámara secreta” anduvo perdido hasta que fue
hallado en el año 2011, y ya los expertos lo califican de precursor del género
detectivesco. Poe sin duda lo leería y le inspiraría “Los crímenes de la calle
Morgue”, que se publicaría en 1841.
Asimismo, gracias a las notas previas de cada
relato, podemos seguir captando la progresión del género sucintamente en
paralelo a la lectura; hablando de James McLevy, por ejemplo, jefe de
detectives de la policía de Edimburgo y escritor una vez se hubo jubilado,
sabremos de «un subgénero detectivesco conocido como “casebook”, que alcanzó un
enorme éxito popular». Se trataba de «recopilaciones de sucesos supuestamente
reales y su narrador se presentaba como un oficial de policía o detective bajo
seudónimo», como se verá en los dos relatos de McLevy, en los que el autor es
igualmente el protagonista, o en el de Waters (firmaba así o como inspector de
la policía de Londres): otro gran pionero al colocar, hacia 1860, a un
detective privado con dotes para “la ciencia de la observación, la lógica y la
experiencia” juntamente con el soporte de “métodos de laboratorio que después
serán una constante del género”.
De tal modo que los relatos policiales
actuales no se apartan demasiado de aquellos escritos hace un siglo o siglo y
medio. Hoy todo se presenta de forma más sangrienta y retorcida, menos retórica
y más punzante, pero la esencia se mantiene: descubrir al culpable del delito.
El detective decimonónico esperaba horas en la calle observando al posible
criminal, hablaba con todo el mundo, era atento y servicial con sus
conciudadanos. Y entre ellos, también había mujeres, como el caso de Andrew
Forrester (seudónimo), miembro de la masonería y creador de la detective Mrs G.
Y por encima de todo, estará el toque deductivo de Sherlock Holmes, aquí
representado por un cuento elegido por Useros que se distingue del resto por el
mero “goce” de desentrañar un misterio, borrando “las fronteras entre detective
profesional y amateur”.
Publicado en La Razón,
30-I-2014