Hay
escritores que será muy improbable encontrar en manuales de la historia de la
literatura pero que despiertan hoy una admiración incondicional, por parte no
solamente de lectores de a pie sino de los más exigentes colegas de oficio. Y
sin embargo, esos autores siguen ocultos hasta que el boca-oreja y la
iniciativa de una editorial logran que de repente se vuelvan visibles, estén,
sean. Es el caso absoluto de James Salter (Nueva York, 1925). Más si cabe
porque en su haber tiene sólo siete libros, a lo largo de una andadura de
ochenta y ocho años dedicada también a escribir guiones para el cine.
El
contraste resulta considerable: un hombre de acción –carrera militar en West
Point y piloto de aviones; destinado en Filipinas y Japón, y ya como teniente,
en Hawái; combatiente en la guerra de Corea; comandante en Alemania y Francia…–
y luego, una vez retirado del ejército, un hombre pausado frente a la mesa de
trabajo, escribiendo con contención “Pilotos de caza” (1956). Tal vez para
digerir todo lo que había visto y sentido y trasladarlo con la intensidad y sobriedad
que se han vuelto tan características de su prosa. De ser un autor minoritario,
Salter ha pasado a recibir parabienes entre la crítica especializa, proyectándose
su fama hacia la comercialización: tras “Todo lo que hay” (novedad en la
editorial Salamandra), recibió un premio dotado con 150.000 dólares.
Pero todos
los reconocimientos llegaban tarde. Le daban igual, decía en las entrevistas. Le
habían rechazado su novela “Juego y distracción” (1967), había escrito sin
mayor repercusión “Años luz” (1975) y “En solitario” (1979). Sólo en el siglo
XXI estas obras, más “La última noche” (2005) y la autobiografía “Quemar los
días” (1997), resucitarán para colocarle entre los elegidos: aquellos cuya
escritura nos sobrevuela hasta que miramos hacia arriba, embelesados.
Publicado
en La Razón, 5-IV-2014