lunes, 7 de abril de 2014

James Salter, volando sobre la escritura


Hay escritores que será muy improbable encontrar en manuales de la historia de la literatura pero que despiertan hoy una admiración incondicional, por parte no solamente de lectores de a pie sino de los más exigentes colegas de oficio. Y sin embargo, esos autores siguen ocultos hasta que el boca-oreja y la iniciativa de una editorial logran que de repente se vuelvan visibles, estén, sean. Es el caso absoluto de James Salter (Nueva York, 1925). Más si cabe porque en su haber tiene sólo siete libros, a lo largo de una andadura de ochenta y ocho años dedicada también a escribir guiones para el cine.

El contraste resulta considerable: un hombre de acción –carrera militar en West Point y piloto de aviones; destinado en Filipinas y Japón, y ya como teniente, en Hawái; combatiente en la guerra de Corea; comandante en Alemania y Francia…– y luego, una vez retirado del ejército, un hombre pausado frente a la mesa de trabajo, escribiendo con contención “Pilotos de caza” (1956). Tal vez para digerir todo lo que había visto y sentido y trasladarlo con la intensidad y sobriedad que se han vuelto tan características de su prosa. De ser un autor minoritario, Salter ha pasado a recibir parabienes entre la crítica especializa, proyectándose su fama hacia la comercialización: tras “Todo lo que hay” (novedad en la editorial Salamandra), recibió un premio dotado con 150.000 dólares. 

Pero todos los reconocimientos llegaban tarde. Le daban igual, decía en las entrevistas. Le habían rechazado su novela “Juego y distracción” (1967), había escrito sin mayor repercusión “Años luz” (1975) y “En solitario” (1979). Sólo en el siglo XXI estas obras, más “La última noche” (2005) y la autobiografía “Quemar los días” (1997), resucitarán para colocarle entre los elegidos: aquellos cuya escritura nos sobrevuela hasta que miramos hacia arriba, embelesados.

Publicado en La Razón, 5-IV-2014