Ha dicho estos días Michel Houellebecq, este provocador nato metido en mil polémicas, que
cuenta cada uno de sus libros por grandes éxitos de público y crítica gracias,
precisamente, a su descaro políticamente incorrecto, que en Francia es posible
parar la inmigración, pero no la islamización. Se refería el escritor a lo que sería
capaz de hacer o no Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional, en un
contexto en el que el laicismo social generalizado en Occidente ha sido
apartado a un lado ante la potencia de la práctica de la religión musulmana,
que se extiende por doquier mediante flujos migratorios desbordantes. Las
declaraciones del «enfant terrible» por antonomasia de las letras francesas
surgieron a raíz del que será su siguiente (y seguro, al hilo de una actualidad
candente que lo enmarca y potencia) éxito narrativo: «Sumisión»; obra acompañada
por supuesto de afirmaciones llamativas de un hombre que años atrás dejó perlas
como: «El Islam es la religión más estúpida»; a lo cual
añadiría en un artículo una frase que aspira a reclamar la máxima libertad de
expresión aunque no esté exenta de cierto tono grosero: «El respeto se ha
vuelto obligatorio, incluso para las culturas más inmorales e idiotas».
Ayer, justamente ayer, como si el destino hubiera maniobrado una campaña editorial
de marketing tétrico, se puso a la venta la novela, de la que la prensa gala ya
se estaba haciendo eco desde diciembre, pues su contenido de política-ficción
no tiene desperdicio alguno: hacia el año 2022, en el final de la presidencia
de François Hollande, el partido Fraternidad Musulmana, merced a alianzas
orientadas a evitar la victoria del ultraderechismo, desbanca a Le Pen de un
poder que estaba a punto de alcanzar; así, el candidato Mohammed Ben Abbes, un tipo de ambiciones cesaristas,
dirigirá un país que islamiza todas sus instituciones públicas, desde la
universidad y los medios de comunicación, hasta imponer el «modus vivendi»
musulmán en la cotidianidad del ciudadano de a pie. Su protagonista, un
profesor de mediana edad llamado François, ante un París que sucumbe a esa
transformación radical, se alejará para refugiarse en otras ciudades del
interior, haciendo que la vuelta a la capital sea más impactante si cabe ante el
asombro de que el Corán lo impregne todo.
Esa Francia posible, de anticipación provocadora, es la que acababa de
probar el otro autor de la nación vecina más controvertido, en el que fue uno
de los títulos de la «rentrée» editorial más candentes, «La Mémoire de Clara»,
de Patrick Besson; en este caso, era una Carla Bruni anciana, personaje en
ruina y con problemas de alzhéimer, la que ofrecía unas memorias en las que
salía parodiada ella, su esposo Sarkozy y la República que una vez abanderaron.
Claramente, los escritores ─también, ay, los caricaturistas y demás
intelectuales─ franceses, por lo común tan vehementes desde tiempos de Sartre y
Camus, no temen esa censura terrible que no impone un régimen político concreto
pero que es mil veces más intimidante e inesperada: el propio miedo, traducido
en autocensura. Miedo a jugarte el pellejo por jugar con las palabras, con los
dibujos. Y sin embargo, no hay terrorismo que pueda aniquilar la imaginación y
el arte convertidos en crítica, o espejo sociopolítico esperpéntico. Esa
deformación estética, esa hipérbole que acaba de hacer Houllebecq, y su
reacción pública, conecta con el ahora, midiendo cómo la religión puede
volverse paranoia, fe absurda en justificar crímenes.
Tal
elemento paranoico, el infundir temor al creador, al final conduce a un
escalofriante caos surrealista, porque a fin de cuentas prestar tanta atención
a una viñeta, a un libro ─caso de Salman Rushdie─, acaba por resultar ridículo.
El censor, apuntaba John Milton, que en caso de que sirviera para algo debería
ser un sabio, es de hecho un mediocre, ya que quién se va a dedicar a algo tan
desagradable y rutinario como tachar obras ajenas. Hoy, en la Europa
democrática, ese tachar se extiende con la tinta roja de la mediocridad más
asesina.
Publicado en La Razón, 8-I-2015