En
1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se
entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que
sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora,
extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la
que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Javier Vela.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
El patio
ajedrezado de mi niñez —mágico, luminoso, andalucísimo—, en torno al que se
articulaba la casa de mis abuelos. Una palmera, un pozo, plantas de toda
especie, cal, hormigas. Era el paraíso.
¿Prefiere los animales a la gente?
A la hora
de la siesta, decididamente sí.
¿Es usted cruel?
Solo conmigo mismo.
¿Tiene muchos amigos?
No. Conozco a mucha
gente, pero amigos, amigos, tengo más
bien pocos, aunque son todos muy guapos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Autenticidad, talento,
entusiasmo y sentido del humor.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Hasta la fecha, no.
¿Es usted una persona sincera?
Si le
dijera que sí, le mentiría.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Paseando por la
playa o el campo, leyendo y escribiendo. En ese orden.
¿Qué le da más miedo?
Que la
gente que quiero desaparezca. No sé cómo afrontarlo. Suelo huir.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
La petulancia de los
escritores que han hecho de sus redes y perfiles sociales un triste felatorio
virtual.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Cultivar
una pequeña porción de tierra, lo que no deja de ser una actividad gozosamente
creativa.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Juego al
fútbol cada semana. En verano, suelo ir con frecuencia a nadar.
¿Sabe cocinar?
Diría más bien que
hay ciertos platos que no se me dan mal: los arroces, la tortilla española con
cebolla confitada, los pescados al horno, el salmorejo, las pastas. Me gusta
mucho cocinar con Amara.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Sin duda, a Nancy
Cunard.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Juego.
¿Y la más peligrosa?
Yo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
En el marco de algún
sueño angustioso, sí.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Creo en la gestión
pública de los recursos y las infraestructuras (aunque no en sus actuales
gestores); en la potencialidad creativa de las personas frente a los sistemas
de producción; en las relaciones de trabajo no jerarquizadas; en el sentido
común.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Niño.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Los que acontecen en
horizontal.
¿Y sus virtudes?
Puede que el
optimismo y la paciencia.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Quizá algo
parecido a lo que he escrito en un libro reciente, hasta la fecha inédito: «Somos entre la
niebla nuestro propio enemigo, vemos mal, somos torpes, fingimos ser filósofos
con manos de joyeros y urdimos telarañas, metáforas y estrellas para cruzar el
río de lo real. Un día nos uniremos en la orilla de donde no se vuelve, bajo el
auspicio de los centinelas, y pasearemos juntos entre blandas palmeras
faraónicas, y compareceremos en fiestas submarinas, y nadie faltará».
T. M.