En
1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se
entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que
sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora,
extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la
que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Luis Artigue.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir
jamás de él, ¿cuál elegiría?
Mi casa:
dentro está mi mujer y hay una biblioteca, un home cinema, internet de banda
ancha, un jacuzzi pro pecados de la carne, un mueblebar surtido de caprichos y mi colección de discos de jazz, y,
desde luego, así duelen menos los cautiverios… De todas formas pueden reducirme
el espacio pero no la libertad.
¿Prefiere los animales a la gente?
No, me
gusta más la gente.
¿Es usted cruel?
No sé
serlo.
¿Tiene muchos amigos?
“Muchos amigos” es
una contradicción en sus términos… Tengo amigos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Hubo un tiempo en el
que lo que más me fascinaba en una persona era la belleza, pero esa etapa pasó.
Luego primé en mis preferencias de los otros la inteliogencia, pero esa etapa
también está pasando… Ahora lo que más me seduce de las personas es la alegría,
pues en quien tiene el don de la alegría veo aparejadas la inteligencia y la
belleza con mucha frecuencia.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Suelo decepcionarme
yo a mí mismo al darme cuenta de que había tomado a alguien por amigo pero no
lo era.
¿Es usted una persona sincera?
Tácticamente
sincera.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Hablar con gente con
la que te entiendes y te hace sentir bien es a mi juicio la mejor forma de
pasarlo bien que se ha inventado.
¿Qué le da más miedo?
El dolor.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
Aún no he llegado a
mi umbral del descándalo.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Trabajaría
como acomodador en un cine.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
No,
prefiero atrofiarme.
¿Sabe cocinar?
Sí, pero con más
utilidad que pericia… Aunque mi mujer pondera mucho esta faceta mía, aunque yo
no me fiaría.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Luis Carlos
Rodríguez, el curandero de Villasinta de Torío (León): un alma constelada que,
dice, ha venido a este mundo a sanar y a reconciliar a la gente consigo misma.
Es el mejor conversador que conozco.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Hola.
¿Y la más peligrosa?
Verdad.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Aún no.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Me considero un
ciudadano de izquierdas pero entendiendo la izquierda como algo más real que
utópico.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un clérigo
libertino y tabernario versado en el buen amor como el Arcipreste de Hita.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Unos cuantos que he
inventado por mi cuenta y todavía no tienen nombre.
¿Y sus virtudes?
Soy una persona de
profundas lealtades.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
La sonrisa de Elena
diciendo sí quiero, la trompeta de Miles Davis, la cama del hospital rodeada de
gente el día en el que desperté del coma, el culo de Nicole Kidman en Eyes wide shut, la primera vez que vi el mar –fue el Cantábrico perpetuamente encabronado–,
las noches de verano en el pueblo en el que nací en el cual me parecía que los
gatos se subían a los tejados para lamer estrellas, un pitillo de hachís liado
dulcemente, un abrazo prohibido, mi primer viaje en avión, Amancio Prada
tocando la zanfoña, Luis Muñoz recitando un poema en la Residencia de
Estudiantes, las vidrieras de la Catedral de León como ardiendo en mil colores
durante la mañana de San Juan, el abuelo
muerto con las gafas puestas en un ataúd abierto en el comedor de casa, Modesto
Llamas pintándome un retrato, aquella borrachera con Ángel González y Luis
García Montero en una noche interminable de la Semana Negra de Gijón, París
contigo, Paríos sin ti, mi primer polvo en aquel cuartucho de la Universidad de
Toronto, el atardecer en el Bósforo, la nieve en Alaska, mis gritos en el centro
de rehabilitación entonces y Gamoneda leyendo poemas en nuestra boda… Sí,
morirse debe de ser parecido a experimentar el cuento “El Aleph”, de Borges.
T. M.