lunes, 3 de agosto de 2015

Entrevista capotiana a Fernando López del Oso

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando López del Oso.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Me conformo con el planeta Tierra. Hace tiempo hubiera dicho que el multiverso, pero, qué diablos, estoy aprendiendo a renunciar.
¿Prefiere los animales a la gente?
No. Si no me apetece estar con nadie, aprecio la soledad.
¿Es usted cruel?
Soy demasiado empático como para serlo.
¿Tiene muchos amigos?
Los suficientes.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No hay un patrón, a cada uno le quiero por sus cosas y cada uno me estimula y acompaña de diferente manera.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Cuando considero a un amigo como tal, es porque ya tenemos la intimidad suficiente como para saber lo que podemos esperar el uno del otro. 
¿Es usted una persona sincera? 
Sí. Pero tendente a guardar silencio si con mi opinión puedo humillar o avergonzar al otro.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Tengo la suerte de poder decidir cómo empleo mi tiempo, por lo que en última instancia todo mi tiempo lo empleo en libertad; todo mi tiempo es libre. Ahora bien, si no estoy escribiendo, o con mi familia, o montando en bicicleta o haciendo recados, si me encuentro solo, tranquilo y desocupado, mi mayor placer es quedarme quieto y saborear ese silencio. Porque no suele durar mucho.
¿Qué le da más miedo?
La posibilidad del dolor para mis seres queridos. Es más bien una mezcla de tristeza e impotencia, porque el dolor es inevitable. Este miedo mío tiene mucho de egoísta, porque si ellos sufren, yo sufro.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La indignidad. No la soporto. Eso y la maldad auténtica, deliberada, con todos sus matices y variantes.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
En mi caso ser escritor no fue una decisión, sino que un buen día me descubrí en ese camino. Estaba escribiendo mi segunda novela y levanté sorprendido la cabeza del teclado y tomé consciencia de que era un escritor. Como una revelación. Ví los libros ya publicados y entreví el camino que pisaba y me imaginé permaneciendo en él y escribiendo con continuidad a lo largo de toda mi vida. Pero a veces envidio la solidez y concreción del trabajo manual. Ese contraste. Ser carpintero, por ejemplo. Mejor, ebanista. Aunque no imagino nada tan sin límites como la escritura.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
¡Sí! No llego al extremo De Yukio Mishima, pero el deporte es importante para alcanzar el equilibrio que anhelo.
¿Sabe cocinar?
Tengo un puñado de recetas en mi repertorio. Y creo que con cariño y un buen libro uno puede preparar casi lo que quiera.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Contaría la historia de Rupert Fothergill. Fue un ranger de Rhodesia, ahora Zimbabwe, al que el gobierno encomendó la misión de salvar a la fauna que iba a quedar comprometida por la colosal presa de Kariba. Una enorme extensión del valle del río Zambezi se anegaría y muchos animales iban a verse atrapados por el agua y se ahogarían. Fothergill contaba para ello con un puñado de hombres y con medios muy primarios: redes, lazos, cosas así. Capturaban a los animales uno a uno, a mano. Desde rinocerontes a pitones. Y aún así salvaron y reubicaron a más de seis mil... La historia de Fothergill ejemplifica que un hombre corriente, no un héroe o un político de renombre, sino un hombre corriente al que podríamos mirar a los ojos y sentirnos identificados con él, puede cambiar las cosas, verdaderamente. Es reconfortante tenerlo presente en un mundo que a veces nos lleva a la desesperanza, a la inacción.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Para mí, “Amanecer”.
¿Y la más peligrosa?
Fundamentalismo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, he tenido el impulso, claro. Aunque al imaginarlo con más detalle y llegar al final, he sentido repulsa ante el acto. Tengo una imaginación muy viva. Matar literariamente, liquidar a alguien a quien he transmutado previamente en un personaje de novela, me ha permitido ajustar cuentas de una manera liberadora, sin culpa alguna. Supongo que el otro, los otros, que siguen vivos, también lo encontrarán una solución satisfactoria...
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Esta pregunta me la han hecho mucho últimamente. Decía Groucho Marx que la política era el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer análisis erróneos y aplicar medidas inadecuadas. Y eso yo lo suscribo. Así que supongo que soy marxista, de la rama de Groucho. El mundo de la política me hace pensar en una carrera de ratas.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Me gustaría vivir todas las vidas que quisiera, y no solo humanas; tener todas las experiencias, vivir todos los tiempos pasados y futuros en todos los rincones del Cosmos. La voz de Dios: “Te transformaré entonces en un átomo de carbono”.
¿Cuáles son sus vicios principales?
¿Vicios, yo? Si son vicios es que son clandestinos. Aquí se los iba a contar.
¿Y sus virtudes?
¿Virtudes, yo? Eso será según con quién me compare. Y no hay nada más fútil que andar midiéndose con los demás.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Bueno, viví esa experiencia hace unos años. Casi me muero atrapado en las turbulencias de una cascada en Brasil. En mi caso no hubo lugar para la trascendencia, sino más bien una profunda incredulidad por que aquello me estuviera pasando. A que me fuera a quedar allí. Eso, más una sensación de ridículo por morir de aquellla manera tan absurda. Fue tal la verguenza que sentí que decidí no morirme, y aquí sigo.

T. M.