1816 no pudo ser más
extraño y mortífero. Se le conoció como el año sin verano, y todo por la
eclosión de un volcán. Bajo el cielo que manchó nacieron dos personajes míticos
una noche: Frankenstein y el vampiro moderno.
Hace justamente doscientos años, el mundo vio un
fenómeno que hoy nos parecería casi de ciencia-ficción o señal apocalíptica,
después de que el abril del año anterior, 1815, el monte Tambora, en la isla
indonesia de Sumbawa, entrara en erupción con una potencia que no se conocía en
los últimos mil trescientos años. Murió la población del entorno por miles,
tanto directamente como por las consecuencias que ello derivó en los cultivos
arrasados, y el efecto se extendió hasta el planeta entero, llegando a la
estratosfera los aerosoles y las cenizas producidas por la explosión y haciendo
que la Tierra sufriera un gradual descenso de las temperaturas (una media de
tres grados) que hizo que 1816 careciera de verano: el Sol no podía atravesar
bien las finas partículas de cenizas que se mantuvieron en el aire durante
meses y meses e incluso el cielo se inundó de colores inéditos, de rojos y
naranjas, de rosas y violetas en las puestas de sol.
Del volcán, cuyo sonido eruptivo se pudo oír a mil
kilómetros de distancia, habían emergido tres columnas de fuego que generarían
cenizas que llegarían a más de seiscientos kilómetros de distancia, a lo que se
añadió la lluvia de grandes piedras pómez e incluso un tsunami que arrasaría
varias islas. Una desgracia local extraordinaria que se convirtió en global,
pues conllevó consecuencias letales para la agricultura, la ganadería y en
general la producción de alimentos, sobre todo en el hemisferio norte,
devastando una incontable cantidad de vidas humanas por doquier. El
enfriamiento conllevó anomalías climáticas que provocaron tanto sequías y
lluvias desaforadas como heladas imprevistas –se dice que en el este y sur de
Europa hubo nieve de color amarillo o marrón– y semanas de humedad extrema que
generó enfermedades infecciosas letales. Entonces, se originaron diversas
teorías para explicar lo que estaba sucediendo, pero no fue hasta 1920 cuando
el climatólogo norteamericano William J. Humphreys –inspirado en un libro de
Benjamin Franklin en el que relacionaba las condiciones del fresco verano de
1783 con el polvo que expulsó el volcán islandés Laki–, que se vinculó al
Tambora con el extrañísimo fenómeno que dejó al mundo entero pasando hambrunas,
viendo cómo se extendía el tifus y el cólera, y sumiéndole en un caos que acabó
también provocando todo tipo de conflictos violentos y políticos en pos de la
más elemental supervivencia.
La noche del miedo
La vida cotidiana de la gente, así, se vio sometida a
los vaivenes del clima, y las lluvias torrenciales tan pronto podían
enclaustrar en sus casas a millones de habitantes de la India como a unos pocos
miles en lugares tan alejados de Indonesia como Suiza. Aquí, cerca del lago
Ginebra, aquel año de 1815, y “gracias” por así decirlo a la fuerza magnética
del monte Tambora, unos cuantos amigos tuvieron que permanecer dentro de la
residencia veraniega que estaban ocupado, la llamada Villa Diodati: el poeta
Percy Bysshe Shelley y su mujer Mary, y el famosísimo escritor Lord Byron y su
médico personal, John William Polidori. La historia, bien conocida, ya leyenda,
asegura que, por mero pasatiempo para soportar lo mejor posible esas jornadas
de tiempo infernal, inventaron un reto que estaba muy acorde con el ambiente
que se respiraba, esto es, escribir cada uno la narración más terrorífica
posible. El resultado de aquella curiosa competición cambiaría el curso de la
literatura y hasta de la cultura popular moderna.
Lord Byron concibió el poema “Oscuridad”, donde se
lee cómo
«el Sol se había extinguido y las estrellas / vagaban a oscuras en el espacio
eterno. / Sin luz y sin rumbo, la helada tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo
sin luna»; Polidori escribió “El vampiro”, y Mary Godwin Wollstonecraft,
recién casada con Shelley sin la aprobación paterna, “Frankenstein o el
Prometeo moderno”. Una noche mágica perfecta para inspirar todo tipo de
hipótesis y ficciones, como la novela publicada el año pasado de William Ospina “El año del verano que nunca llegó”, y otra anterior que va
más allá, “El diario de Víctor Frankenstein”, que convierte a este
científico en protagonista de una trama en la que Peter Ackroyd recrea la
propuesta de Byron: “En noches lúgubres como ésta hemos de ser
capaces de contar nuestros propios relatos, buscar una forma de entretenernos,
ya sea sirviéndonos de hechos verídicos o de fantasías inventadas”. En aquella
casa suiza, cuenta Mary Shelley en el prólogo a la edición de 1831 de su
novela, se habló de Darwin, del galvanismo, de que “quizás un cadáver podría
ser reanimado”. Pues, como afirma repetidamente Frankenstein en la obra de
Ackroyd, toda la naturaleza es pura electricidad: “El fluido eléctrico, en
cantidades ilimitadas, permanece latente en la tierra, en el agua y en el aire.
Está presente en los rayos de las tormentas de verano, incluso en las gotas de
lluvia”. Así, con sus experimentos, teniendo presente la frase que oye en una
conferencia en boca de Coleridge: “Gracias a la imaginación, podemos cambiar el
curso de las cosas”, el científico lleva a cabo su obsesión por descubrir el
secreto de la vida, que en su caso es desvelar la forma de resucitar a los
muertos.
Del vampiro a Turner
El hombre como
inventor de vida, y el complemento, el ser inmortal, los más poderosos iconos
monstruosos contemporáneos, surgen a orillas de ese lago suizo. En realidad, el
vampiro literario había nacido muchas décadas atrás, cuando algunos escritores
se basaron en leyendas extraídas del folclore del este europeo para pergeñar
hombres sedientos de sangre humana. Después de Polidori, el alemán E. T. A.
Hoffman, en «Vampirismo» (1921), insistiría en la temática pero desde el punto
de vista de una mujer, y su rasgo de leyenda oral quedaría de manifiesto al
pertenecer a una colección de relatos en la que varios aristócratas se juntaban
para contarse historias fantásticas. Luego, en 1836, vendría «La muerta enamorada» de Théophile Gautier, que bebería del narrador alemán y usaría la primera persona de su protagonista para contar otra tanda de desvelos sangrientos. Se trataba de una obra de estilo exquisito, muy diferente a la popular «Varney el vampiro o El festín de sangre», del inglés James Malcolm Rymer, que la dio a conocer por entregas entre los años 1845 y 1847.
Tales
antecedentes en tres idiomas diferentes convergerían en una novela corta de
Sheridan Le Fanu, cuya «Carmilla» (1872), también con protagonista mujer, sería
determinante para que Bran Stoker ideara la atmosfera misteriosa, poética y
ambigua de “Drácula” (1897). Desde el comienzo, el autor
irlandés tuvo claras las características de su personaje: puede transformarse
en lobo y murciélago, reptar por las paredes y es capaz de controlar las
tormentas y de crear niebla en la que ocultarse. Un individuo lóbrego e
imparable que muy bien, por ese control de la naturaleza, podría ser acompañado
por los paisajes crepusculares de William Turner, que en 1816 convirtió el
espectáculo del cielo coloreado de aquellas formas increíbles en parte de su
nueva forma de pintar que causaría sensación. Jamás un cielo oscurecido, un
invierno postergado, podrá despertar la creatividad de tal manera a como
sucedió en aquel año. El año sin verano.
Publicado en La Razón,
26-VI-2016