«En señal de admiración por su genio,
este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne». Es la dedicatoria de “Moby
Dick” que Herman Melville dedica al autor del que había reseñado –de forma
anónima, aunque luego diga enigmáticamente en una carta que hacerlo fue ruin de
su parte– “Musgos de una casa parroquial”, en 1846, lo cual había servido como
excusa para conocerse. Tal cosa sucede el 5 de agosto de 1850, como dice el traductor de estas “Cartas a
Hawthorne”, Carlos Bueno, “en una excursión por Monument Mountain, en
Berkshire. “Su primera conversación tuvo lugar en plena ascensión a la montaña,
cuando a causa de una tormenta de verano se refugiaron bajo un parapeto, en una
hendidura de las rocas. Hablaron durante las dos horas que duró la tromba de
agua. Después de coronar la montaña Monument, siguieron charlando durante el
picnic con gran complicidad según testimonios que se conservan de ese primer
encuentro”. Les separaban quince años, y no pocos han insinuado que el afecto de
Melville por Hawthorne era un amor filial cuando no de tinte homoerótico.
En octubre de 1851 aparece la historia de la ballena blanca;
pocos meses antes Hawthorne había publicado “La casa de los siete tejados”, en julio acababa “El libro de las maravillas”, y el año
anterior había visto la luz “La letra
escarlata”. Un escritor consagrado y bien relacionado, pues el
presidente Franklin Pierce le dará el cargo de cónsul en Liverpool en 1853.
Todo lo contrario que Melville, cuya neurastenia o incluso violencia constituían
un gran obstáculo para la convivencia con su esposa –sobre todo a partir de 1867, cuando Malcolm, el primogénito, se dispara en casa una pistola a los dieciocho
años; aquí se incluye una carta tremenda de un viaje de su padre hasta el Cabo
de Hornos–, a la hora de soportar el fracaso continuo
de no encontrar editor o cobrar una miseria por sus escritos. En su biografía, Andrew
Delbanco habla
de
los comienzos «propicios» de Melville como novelista para luego contarnos su
rápida decadencia: «Mientras Melville vivió, “Moby Dick” no llegó a agotar
nunca su primera edición de tres mil ejemplares, y cuando, en diciembre de
1853, las copias no vendidas se quemaron en el incendio del almacén del editor,
pocos se enteraron y menos se lamentaron».
Un afecto desigual
Apenas se conserva la correspondencia entre estos dos literatos de
opuesta suerte. De ahí que esta edición sea tan grata de leer, pues nos
proporciona las diez misivas que Melville –escritas entre enero de 1851 y
diciembre de 1852– dirigió a Hawthorne más las llamadas cartas «Agatha», que
tienen un trasfondo de lo más singular. En ellas, Melville quiso compartirle un
asunto real para que lo transformara en literatura –por muchas similitudes con
su relato “Wakefield”, sobre el hombre que abandona a su mujer durante veinte
años aun instalándose de incógnito muy cerca de ella–, aunque al final la idea
no cuajaría. Era un acto de generosidad y respeto por Hawthorne, cuyo traslado
a Inglaterra cortó de cuajo la relación; tristemente, pues
éste «había encontrado en Hawthorne al intelectual solitario y la amistad
creativa de su vida», como dice la biógrafa Elizabeth Hardwick al referirse a la
forma en que Melville se emocionó al ser invitado tantas noches al hogar de los
Hawthorne.
Lo cierto es que Melville siempre sintió que tenía con él un
afecto desigual, de modo que le hubiera sorprendido verse en el diario íntimo
de Hawthorne –«Posee una naturaleza muy elevada y noble, y se merece la
inmortalidad más que la mayoría de nosotros», dejó escrito– que se editó con el
título de “Veinte días con Julian y
Conejito”. Se trataba de unas anotaciones personales pensadas sobre todo
para su mujer Sophia, que durante unas tres semanas se ausentó para visitar a su
familia. Su hijo de cinco años quería mucho al «jinete» Melville, como aparece
en ese texto, y en verdad que gracias a estas pocas cartas se intuye bien el
grado de confianza que había entre uno y otro narrador. Así, Melville insiste a
Hawthorne en que le visite en su casa de Pittsfield con su familia, comenta “La
casa de los siete tejados” y aprovecha para reflexionar de manera algo
retórica, lo que al parecer era muy propio de él en los mensajes personales,
lanzados con la vehemencia de un hombre que no puede contenerse ante lo que
siente y piensa.
En otra carta dice algo que espantaría seguramente a
Emerson: “La Verdad es la cosa más tonta que hay bajo el sol.
Intente ganarse la vida con la Verdad y después vaya a los comedores sociales”;
y en esas mismas páginas apunta algo que devendrá trascendente: «En una semana
más o menos me voy a Nueva York a encerrarme en una habitación de un tercer
piso y matarme a trabajar en mi “Ballena” mientras poco a poco se abre paso hacia la
imprenta». Es el Melville obsesionado con su obra, necesitado de “paz y
tranquilidad” y con una maldición: la de la continua falta de dinero. El
Melville feliz por el hecho de que su amigo ha “entendido” el libro, lo que le
confiere “un sentimiento de inexpresable seguridad. He escrito un libro endiablado
y me siento puro como un cordero”. El Melville que jamás hubiera podido soñar
que su obra superaría en celebridad al “genio” de su ídolo y esporádico amigo.
Publicado
en La Razón, 23-VI-2016