«Venecia», «Un mundo escrito», «La coronación del Everest»,«La casa de una escritora en Gales», «Presencia de España», «Europa desde el aire» son los títulos que hasta la fecha el lector en español ha podido conocer de Jan Morris, escritora viajera por los cuatro continentes de trayectoria tan peculiar como brillantísima. Su «Manhattan 45» se publicó en 1987, y qué maravilloso acierto tenerlo ya entre nosotros después de casi veinte años, con la magnífica traducción de Esther Cruz. Morris, que nació varón con el nombre de James Humphrey Morris y muy pronto se sintió «una mujer atrapada en el cuerpo equivocado», como ha declarado en varias ocasiones, desarrollaría tanto una carrera periodística como militar que a la postre la convertiría en una autora de libros de viajes extraordinaria.
Participante de la Segunda Guerra Mundial tras graduarse como oficial de inteligencia, destinado a Palestina e Italia (su operación de cambio de sexo no llegaría hasta el año 1972, en la ciudad de Casablanca), estudiante en Oxford y casado con una mujer con la que tendría cinco hijos, y al fin periodista de «The Times», que le envió a cubrir la expedición de John Hunt que coronó la codiciada cima del Everest en 1953. En ese mismo año, Morris visitó Nueva York por vez primera, y de sus investigaciones sobre la ciudad en un momento crucial –cuando el trasatlántico británico «Queen Mary» llega a Manhattan, trayendo a unos 14.500 soldados norteamericanos que habían derrotado a la Alemania nazi– surge este libro precioso que nos regala cómo la urbe por antonomasia estaba «en el ápice de su esplendor» y era «la ciudad reina» que protagonizaba una «plenitud espléndida» en un ambiente de orgullo y optimismo como nunca se iba a repetir: «Era inmensamente rica, estaba llena de gente con talento, tenía poder, era divertida y era, además, el talismán de una nación que podía hacer cualquier cosa», dice al inicio de la introducción.
Morris analiza la isla de Manhattan desde un sinfín de perspectivas para conseguir que uno pise las calles y se imagine nítidamente la atmósfera que se respiraba en torno a lugares y personas emblemáticas. «Era todo garbo, ritmo, brillo afable», asegura. «Era el futuro que debía llegar». Una ciudad que representaba el porvenir y el disfrute cuando los grandes escenarios europeos estaban en ruinas o envejecidos. Era la Manhattan de Madison Avenue, llena de agencias de publicidad, la de los grandes parques, la del legado de Rockefeller y musicales como «On the Town», que se llevaría al cine con el título «Un día en Nueva York». La de los influyentes «The New York Times», «The New Yorker» y «Life».
Publicado en La Razón, 21-VII-2016