Cualquier oficina de
turismo canadiense debería tener este pequeño libro junto a los mapas y
folletos informativos de rigor. No importa que hayan pasado casi ciento
cuarenta años desde que Walt Whitman, con sesenta y uno, emprendiera un
recorrido de cientos y cientos de millas en el que sería su única salida de los
Estados Unidos que tan profundamente quiso reflejar en sus “Hojas de hierba”.
El poeta anotó al comienzo de su diario de viaje cosas como: “Ha merecido la pena venir a Canadá para
contemplar al menos los largos atardeceres de tonos templados, así como los
dilatados crepúsculos”, o más adelante, cuando navega en un yate de vapor: “Escribo
en la región más bella y extensa de lagos e islas que uno seguramente podría
ver en la tierra”.
Estas
palabras ven la luz por primera vez en español gracias al espléndido trabajo de
edición y traducción de Antonio
Fernández Díez, miembro del Grupo de Investigación en Pensamiento Norteamericano
del Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá. El “Diario
de Canadá” se publicaría póstumamente, nos cuenta el traductor, que ha
compuesto el libro a partir de dos bloques, el diario propiamente dicho, “y el
material extraído de los otros diarios y cuadernos en los que Whitman se
refiere esencialmente a la política de su época y cuestiona el lugar de los
Estados Unidos en América y en el mundo”. De ahí que podamos leer notas sobre
su presencia en el trigésimo séptimo
Congreso de los Estados Unidos o seguir sus pasos por Boston o Nueva York.
Y es que,
como en tantas otras veces, el pensamiento poético del escritor de Brooklyn se
funde con la reflexión política o la mirada sociológica. La escritura de Whitman ya abarca mucho más, a nuestros ojos, que
la poesía; fue autor de una novela antialcohólica de la
que luego renegaría, y de las prosas, en las que reflexionó sobre su tiempo,
“Perspectivas democráticas” y “Días cruciales de América”. No en balde, dijo Henry
David Thoreau de él que era el demócrata más importante que había conocido. Ciertamente,
para Whitman, la literatura fue la herramienta ideal para forjar un espíritu
democrático común que contuviera, además, el elemento religioso, el factor del
Alma siempre por encima de lo material. Algo que podría compartir perfectamente
el Thoreau que treinta años antes había hecho una excursión de una semana a
Canadá que le inspiraría un libro. Fernández Díez destaca en el prólogo ese
insigne precedente, y en verdad el lector del “Diario de Canadá” hallará un
común afán por captar, sobre todo, la belleza y sabiduría de la naturaleza.
El espectáculo del paisaje
Aparte del diario, Whitman compuso tras su viaje una pequeña serie de
ocho poemas titulada “Fantasías en
Navesink” (1885), en la que, explica el traductor también de Thoreau y
Emerson, «recuerda con melancolía la travesía por el San Lorenzo cuya ventaja o
encanto, como Whitman registró en su “Diario”,
era infinitamente superior a la vida en democracia». El poeta, así, se abstrae
de la sociedad y contempla las auroras boreales todas las noches, anda por
Toronto, “una ciudad encantadora y apuesta”, goza de las cataratas del
Montmorenci y dedica elogios a “la fértil provincia felizmente poblada de
Ontario y la [provincia] de Quebec”. Incluso acude a un asentamiento indio para
conocer a los chippewas, se asombra ante el sistema escolar que califica de
“uno de los mejores y más completos del mundo” y comenta la gran cantidad de
instituciones que hay para personas discapacitadas, huérfanas, enfermas,
ancianas o dementes. Pero en especial, no se cansa de “contemplar el espectáculo
y el sentimiento de las estrellas”, saliendo dos o tres horas al día “en busca
de algún espectáculo”, que para él puede ser un simple baile aéreo de
golondrinas.
Whitman
viaja solo pero a menudo se mueve merced a las invitaciones de diversos amigos
y admiradores, como le ocurre en Montreal («Tanto la escritura como la publicación del “Diario de Canadá” se debe
maravillosamente al resultado de la amistad», sostiene Fernández Díez.) Uno de sus seguidores más acérrimos,
precisamente, sería el encargado de editar estos apuntes canadienses: el editor,
biógrafo y crítico William Sloane Kennedy, autor de “Recuerdos de Walt
Whitman”; a éste, intuyendo la muerte cercana, un día de 1892 Whitman le mandará
una carta en la que repasa su trayectoria en busca de una conclusión
aliviadora: «La escritura y revisión de “Hojas de hierba” ha sido mi principal
razón de ser y lo que ha dado consuelo a mi vida». En este sentido, el diario
también es el receptáculo de tal entrega, pues escribe que dedica tres o cuatro horas al día a ordenar y dar
sentido a sus poemas; y no de cualquier manera: “Hago la mayor parte del
trabajo en los bosques. Me agrada probar mis obras en la naturaleza negligente
y libre y primitiva: el cielo, la costa, el sol, la hierba abundante, o las
hojas muertas (como ahora) bajo mis pies”. Canadá, hoy lo descubrimos, también
iba a ser trascendente para su obra en marcha, que se ramificó a lo largo de
nueve ediciones, que lo encumbraría como el poeta de todo un continente.
Publicado en La Razón, 25-VIII-2016