Rudyard Kipling, el autor
de los dos volúmenes de cuentos «El
libro de las tierras vírgenes» (1894 y 1895), que Walt Disney llevaría al cine
con el nombre de «El libro de la selva», moriría en 1936 antes de que sus temores se hicieran realidad y la
Segunda Guerra Mundial rompiera de forma definitiva el mundo que hacía tiempo
iba viendo desmoronarse. Se dijo de él que no fue un hombre de su época, que
añoraba en demasía los tiempos victorianos, y hasta sufrió el ostracismo de los
liberales que, en 1905, subieron al poder y lo tildaron de reaccionario. Fue
uno de esos escritores que viven con intensidad la evolución de su país, en
paralelo a su propia trayectoria, vital y profesional, lo cual, en su caso,
resultaba especialmente significativo al nacer en Bombay, en 1865, pasar la
infancia en Londres y volver a la India en los años ochenta para trabajar como
redactor de la revista «Civil and Military Gazette».
No es de extrañar, pues,
que la biografía que en su día publicó el canadiense David Gilmour se titule
«La vida imperial de Rudyard Kipling» (Seix Barral, 2003). Kipling representaba
la grandeza del Imperio británico como ningún otro poeta nacional, y además
sufría por el futuro como nadie; convencido de que el progreso mecánico
constituía una mera inercia sin mayores ventajas, el escritor siempre se mostró
tajante en sus conjeturas sobre el mañana. Gilmour lo explica así: «Kipling era
un profeta cuyas profecías se cumplieron demasiado a menudo para ser
coincidencias: los bóers y el apartheid, el Káiser y una guerra, Hitler y otra
guerra, la lucha entre hindúes y musulmanes cuando Inglaterra decidiera
retirarse de la India... Estas y otras muchas cosas fueron predichas por
Kipling años, a veces décadas, antes de que ocurrieran».
Por ejemplo, a comienzos del siglo XX, Kipling
pronosticó la explosión de una gran guerra, de lo que advirtió al rey Jorge V
–del que se haría íntimo amigo–, aunque su llamada de alerta fue interpretada
como una exageración propia de su gran patriotismo.
Textos propagandísticos
“Crónicas de la Primera Guerra Mundial” (Fórcola, traducción de Amelia
Pérez de Villar) es una oportunidad para conocer a este Kipling patriota, ya
que no en vano sus artículos belicistas son puro “periodismo propagandístico”,
como apunta en el prólogo Ignacio Peyró, experto donde los haya en asuntos
británicos, como así refleja su descomunal “Pompa y circunstancia. Diccionario
sentimental de la cultura inglesa” (Fórcola, 2014). Habla así Peyró de cómo la
Gran Guerra sería considerara prácticamente como la “de los poetas”, pues hasta
un periódico de la época “dará fe del fenómeno al mostrar en una viñeta el
avance de un soldado: el petate a la espalda, en una mano la bayoneta y en la
otra un cuaderno –nada menos– para escribir sus versos”. No en balde, existen
infinidad de testimonios escritos de intelectuales que acudieron a las
trincheras, y entre ellos no podría faltar el del autor inglés más renombrado
de aquellos tiempos, premio Nobel en 1907, el
mismo que sale como personaje de celuloide en la adaptación de su propia obra
“El hombre que pudo reinar” en la película de John Huston de 1975, el creador de
“algunos de los relatos más perfectos escritos en lengua inglesa», según uno de
sus grandes admiradores actuales, Alberto Manguel, que retomaba así la opinión
que tenía de él Jorge Luis Borges.
Este libro acoge dos
series de artículos –“Francia en guerra” (1915) y “La guerra en las montañas”
(1917)– que se fueron publicando por entregas en el diario británico “The Daily
Telegraph” y en la prensa estadounidense. Su tono es marcadamente narrativo. Pareciera
que nos estamos adentrando en una de sus ficciones, y es que ya el lector
interesado de la época reconocía su estilo literario, particularmente mediante
sus composiciones poéticas, con las que se hizo muy popular al recrear con
humor el lenguaje de los soldados británicos en la colonia india. Sus novelas,
por supuesto, tendrían una dimensión más universal; basa citar la historia de
aventuras marítimas «Capitanes
intrépidos» (1897) o «Kim» (1901), sobre la India más picaresca
protagonizada por un adolescente; no en vano, el escritor destacó como un gran
narrador de lo que hoy llamaríamos literatura juvenil, con títulos como «Stalky
and Co.», donde rememora sus andanzas colegiales, y «Puck, el de la colina
Puck», colección de historias de dos niños con un duende que, en realidad, es
un recorrido por algunos de los más relevantes acontecimientos históricos de la
humanidad.
Elogio al soldado francés
Estos elementos de
aventura, de asombro épico, de peligro ante acontecimientos decisivos de la
historia y de elogio hiperbólico a cierta clase de personajes se reflejan bien
en estas viñetas bélicas con las que Kipling nos introduce en el campo entre
soldados y la caballería, los cañones, las bayonetas y los fusiles, pisando
ciudades bombardeadas: “Se supone que cada pueblo luchará a su modo, pero esta
guerra ha sobrepasado todos los modos conocidos”, asegura impactado por lo que
ve. Primero en Francia, luego en Italia. En ambos lugares, predomina la
admiración por los combatientes locales y la animadversión hacia los alemanes, los
que todas las voces que van apareciendo a lo largo de las páginas llaman
“boches” (“cabezas cuadradas” o “asnos”), que constantemente cometen
“atrocidades”.
A ojos de Kipling, el
soldado galo no se arredra ante nada: “El hombre francés es, en todo, un
artista glorioso. Por otra parte, los oficiales franceses parecen tan
maternales con respecto a sus hombres como sus hombres fraternales con ellos”,
dice en una alabanza idealizada. Y sigue en estos términos: “La impresión
predominante que causaban aquellos hombres era de excelente salud y vitalidad,
de raza excepcional”. Incluso va más allá en su visión de plantear la contienda
entre buenos y malos e idolatrar al país aliado: “Toda Francia trabaja para el
frente, exactamente del mismo modo que una cadena infinita de cubos de agua
trabaja para apagar un gran incendio”. Es el enemigo germano quien comete “abominaciones”,
y no sólo dirigidas a la población, sino a lugares como la catedral de Reims, que
a su pesar queda destrozada. Y con todo, el ánimo generalizado es de resistencia;
así también en Italia, donde, en la llanura veneciana de Udine, comenta lo
siguiente: “Son un pueblo duro, habituado a manejar materiales duros”, e
insiste: “Son gente dura estos mediterráneos: han tenido que combatir con las
montañas y todo lo que hay en ellas, metro a metro, y se sienten agradecidos
siempre que la pendiente de su campo de batalla no supera los cuarenta y cinco
grados”.
En este caso, los
italianos estaban intentando detener el avance de los austriacos, luchando “contra
la malignidad esencial de los boches”, y frente a todo ello, en toda la Gran
Guerra, cabrá únicamente la hombría y una suerte de resignación por la crueldad
del azar en la muerte de unos, en la supervivencia de otros: “Una bomba tiene
que caer en algún sitio, y por la ley de probabilidades suele golpear
directamente, como una paloma mensajera, sobre el punto donde más destrucción
causa. Entonces la tierra se abre, yardas y yardas de tierra alrededor del
lugar del impacto, y hay que desenterrar a los hombres: algunos, que
simplemente se han quedado sin aliento, sacuden la cabeza, maldicen y siguen
adelante; pero hay otros cuyas almas han salido volando libres entre tanto
horror”.
Publicado en La Razón, 26-IX-2016