Es
doloroso verlo en imágenes en las que su grandeza celestial había caído al
territorio mundano: desplazamientos laterales lentos, pérdidas de balón,
rebotes mal afrontados, pases defectuosos y, sobre todo, lanzamientos
erráticos. Todo cuando vestía la camiseta de los Celtics y al poco tiempo tiró
la toalla, se retiró del baloncesto. Veo ese tipo de vídeos después de leer Pistol. La increíble historia de Pete
Maravich, de Mark Kriegel (Contra Editorial), excelente trabajo de
investigación biográfico sobre uno de esos jugadores cuyo talento no era de
este mundo y que la mala suerte malogró por culpa de las lesiones y una muerte
prematura a los cuarenta años.
El jugador de Louisiana State, de los Hawks y
los Jazz también, el máximo anotador de la historia del baloncesto
universitario, el tipo que les metió 68 puntos a los Knicks en 1977 y que fue
el máximo encestador de la NBA una vez con más de 31 puntos de media por
partido, vivió la época equivocada, o se adelantó a la época actual, porque lo
que él hacía lo han ido imitando durante las décadas posteriores todos los
jugadores, consciente o inconscientemente.
El libro de Kriegel aborda al
Maravich jugador, pero asimismo al Maravich obsesionado por la velocidad, o al
retirarse, por la religión o la alimentación. Y me atrevería a decir que no es
el único protagonista de estas páginas, pues tanta presencia tiene, o quizá más
proporcionalmente por el peso que tuvo en su carrera, su padre Press, gran
entrenador en un periodo apasionante del baloncesto americano: en el inicio del
estudio de las tácticas, la incorporación de los negros al deporte profesional
y la popularidad de un juego que hacía que se llenaran pabellones de veinte mil
espectadores, muchas veces sólo por ver jugar a un genio como “Pistol” Pete
Maravich.