Sí, sí lo fue, un excéntrico
maravilloso, y gracias a la excentricidad que negó al editor de esta
recopilación de entrevistas y demás materiales, tenemos grabaciones legendarias
de Bach o Beethoven. Glenn Gould, como hacía Pau Casals al tocar el violonchelo,
seguía la interpretación de la música que estaba realizando a veces con ligeros
murmullos, como si en vez de un concierto o una sala de grabación estuvieran en
la intimidad de su casa entreteniéndose con alguna pieza de música clásica. A
Bruno Monsaingeon, que ha montado y presentado “Glenn Gould. No, no soy en
absoluto un excéntrico” (traducción de Jorge Fernández Guerra),
Gould le regaló su tiempo gracias precisamente a no ser un músico lejano,
ortodoxo, serio, por así decirlo, sino por ser tan singular que le contestó en
1971 una carta que el por entonces jovencísimo Monsaingeon le envió a Toronto
desde Moscú, conmovido por haberle escuchado tocar las “Invenciones” de Bach, a
lo que le siguió una invitación por parte del pianista para que acudiera a Toronto
y pensaran en hacer diversos documentales juntos.
Esa generosidad y confianza del músico
canadiense en un desconocido que no tenía aún trayectoria profesional, pues,
propició que este parisino nacido en 1943, violinista de formación, acabara
creando documentales como “Glenn Gould, the Alchemist” (1974), “Glenn Gould.
The Goldberg Variations” (1981) o “Glenn Gould, hereafter” (2006), verdaderos
tesoros que nos permiten tener a Gould presente, cuando su leyenda ha aumentado
tanto que se ha convertido en un mito, en el intérprete de piano de música
clásica moderno por antonomasia. Y como tantos otros grandes músicos, también
en un hombre cuyos escritos o entrevistas constituyen para nosotros todavía una
fuente de conocimiento, ingenio y sensibilidad inigualable. No busquen en
librerías convencionales, sin embargo, el libro que la editorial Turner publicó
en 1984, “Escritos críticos”, que era la principal publicación de Gould como
escritor, pues está descatalogado por desgracia. Se trataba de una recopilación
de textos teóricos sobre diversos músicos, el arte de la fuga, las “Variaciones
Goldberg”, que nadie ha tocado ni tocará como él, conversaciones sobre Mozart,
reflexiones sobre algunas sonatas de Beethoven, sobre la obra de Brahms y
muchos otros artistas, el dodecafonismo, incluso sobre la prohibición del aplauso
en los conciertos, su mirada hacia varios directores de orquesta y hasta
autoentrevistas, como la memorable "Entrevista a Glenn Gould sobre Glenn Gould".
En el mismo libro, Gould también abarcaba uno de los asuntos que más le habían preocupado: cómo el progreso de la tecnología hacía que las grabaciones, en su opinión, fueran la consecuencia de que ya no tuviera demasiado sentido sentarse frente a un auditorio y tocar en vivo y en directo. Esta entrega a la escritura, además, no sería circunstancial e inherente a sus propias inquietudes como músico, sino que, si la vida la hubiera dado tiempo suficiente, tras su temprano retiro de los escenarios, se habría convertido en su actividad principal, incluso de signo literario, como indica Monsaingeon. Un talento que ya se aprecia en el primer texto seleccionado, publicado en una revista en 1956 donde, efectivamente, espera “que lo que se ha llamado mis excentricidades personales no impida apreciar la verdadera naturaleza de mi forma de tocar. Creo que no soy en absoluto un excéntrico. Es cierto que llevo casi siempre uno o dos pares de guantes, que a veces me descalzo para tocar, y que otras veces, durante un concierto, alcanzo tal grado de excitación que parece que toque el piano con la nariz. Pero no se trata en absoluto de excentricidades personales, sino tan sólo de las consecuencias visibles de una actividad sumamente subjetiva”.
La fragilidad de un genio
La vida de este ser en
apariencia solitario y frágil, que justifica de esta manera sus aprensiones y
pasiones, que hasta en verano iba vestido como si aún soplara el gélido viento
invernal de Canadá, como comprobó el mismo Monsaingeon al llegar a Canadá para
encontrarse con él, sigue siendo un imán poderoso, como demostró la publicación
el año pasado de “Glenn Gould. Una vida a contratiempo” (Astiberri), novela
gráfica de Sandrine Revel. Una vida sobre la que él propio Gould
decía que la pasaba gustosamente solo para ser coherente con lo que tiene que
desarrollar un artista: la disciplina. Por el hecho de ser hijo único,
reconoce, estaba muy mimado, lo que es necesario, “dada la suprema arrogancia
que se requiere para ser concertista”. Así, la autocrítica irónica será
frecuente en los textos de Gould, que niega por ejemplo que de pequeño sus
compañeros de colegio se metieran con él continuamente: “A lo sumo, cada dos
días”.
No sería un colega
fácil en cualquier ámbito en que se moviera por esa tendencia a abstraerse de
su entorno y la gente circundante cuando de repente a su mente le daba por
ocuparse de fragmentos musicales. Pero es que “la concentración extrema es el
aspecto más importante de la personalidad de un músico”. Y nadie como él
ejemplifica esa obsesión por la pieza que se estudia y se interpreta, él sin
partitura nunca merced a su gran memoria y su innato oído absoluto, lo cual le
facilitaba leer un concierto para memorizarlo, según él mismo explica, y así
irlo estudiando mientras daba un paseo o se encontraba entre la multitud: “En
este caso, como tengo la costumbre de utilizar los brazos para dirigir la
música que oigo en mi mente, suelo llamar la atención de los que pasan”. ¿De
verdad quería con todo ello que no pensáramos que era un excéntrico? Sí, sí lo
era, dichosamente para los que aún escuchamos y nos emocionamos con sus discos
después de que muriera precozmente de un infarto cerebral.
Publicado en La Razón,
2-III-2017