El pasado febrero se publicaba “Cronometrados. Cómo
el mundo se obsesionó con el tiempo” (editorial Taurus), en el que Simon
Garfield hablaba de “nuestra obsesión con el tiempo y sobre nuestro anhelo por
medirlo, controlarlo, venderlo, grabarlo, representarlo, inmortalizarlo y darle
sentido”. Trayendo a colación asuntos de carácter histórico de los últimos
doscientos cincuenta años, y también con referencias a sus propias experiencias
personales, el ensayista londinense exploraba el modo en que “el tiempo se ha
convertido en una fuerza pertinaz que domina nuestras vidas” y estudiaba el
momento en que, con el trasfondo de la Revolución Industrial y la invención del
ferrocarril, el tiempo empezó a ser encapsulado hasta nacer el concepto de
“puntualidad”; de modo que el tren cambiaría nuestra forma de valorar el tiempo
más que ningún otro invento, pues la reducción de los desplazamientos influiría
en el resto de horas disponibles.
Este tratamiento del tiempo que irrumpe por vez
primera en la historia de la humanidad en el siglo XIX también tiene su reverso
fantástico en la misma época. James Gleick lo demuestra en este magnífico
“Viajar en el tiempo” (traducción de Yolanda Fontal) en el que explica que, en
esa centuria que presenció maravillas, “la era del vapor y la era de la máquina
estaban en pleno apogeo, el ferrocarril acortaba las distancias en el planeta,
la luz eléctrica convertía la noche en un día interminable y el telégrafo
eléctrico estaba aniquilando el tiempo y el espacio”. Toda una transformación
para una manera de entender la vida, ya que hasta ese entonces la conciencia
del tiempo era vaga en comparación con la nuestra actual. “En tiempos
pretéritos, la gente apenas tenía la más mínima esperanza de visitar el futuro
o el pasado. Rara vez se le ocurría a nadie. No estaba en el repertorio.” Pero
entonces se le ocurrió a H. G. Wells.
Gleick apunta algunos casos como precedentes de esa
idea del viajero en el tiempo, pero por supuesto el punto de inflexión es la
novela “La máquina del tiempo”, que Wells –un joven que “está intentando ser
escritor. Es un hombre minuciosamente moderno, que cree en el socialismo, el
amor libre y la bicicleta”– publica en 1895. Un autor al que cabe reconocerle
algo extraordinario, porque, al contrario de lo que pudiera creerse, viajar en
el tiempo no pertenece a una tradición ancestral, indica Gleick, sino que es
una fantasía de la era moderna; de manera que Wells “estaba inventando también
una nueva forma de pensar”. Su relato planteaba ir más allá de las tres
dimensiones de Euclides (arriba y abajo, delante y atrás, y derecha e izquierda);
significaba tener en cuenta una cuarta dimensión, sobre la cual ya los
científicos discutían y que acababa siendo “un escondrijo de lo misterioso, lo
oculto, lo espiritual, de cualquier cosa que pareciera acechar fuera de la
vista”.
El tiempo en las
manos
Wells hace visible, por así decirlo, esa dimensión
que para él no es nada misteriosa; es simplemente el tiempo, una dirección más,
ortogonal al resto. Pero esto a la vez implicaría pensar en el tiempo como en
un lugar, un espacio, lo que genera todo tipo de teorías, tanto del campo de la
ciencia como de la filosofía. Por eso será natural pasar las páginas y
encontrarnos con ideas de Newton y Schopenhauer, pero también E. A. Poe y Woody
Allen y muchos otros, con un estilo claro y ameno verdaderamente ejemplar.
Viajar en el tiempo, al ser algo tan arraigado en nuestro imaginario fantástico
popular –como la inolvidable adaptación de la novela de 1962, “El tiempo en sus
manos” (en español), con Rod Taylor como viajero– hace que Gleick pueda aludir
a un sinfín de ejemplos de “futuristas”, el primero de ellos Jules Verne. Éste
imaginaría un París del siglo XX en que habría vehículos a gas, bulevares
llenos de luces y luchas entre máquinas. Una distopía, indica el autor
neoyorquino, tan moderna que nadie la quiso publicar en su momento.
Y es que cuántas veces las fantasías de los
artistas se han adelantado a las posibilidades que otorgará el progreso
tecnológico. En este caso, lo interesante es comparar cómo pensó Wells su
máquina y la forma en que su protagonista viajará a un lejano futuro –en el que
una sociedad tan edénica como alineada está esclavizada por los Morlocks– y las
teorías que un par de décadas después surgirían en el terreno de la física. Un
tal Albert Einstein crearía la teoría de la relatividad, lo que daría pábulo a
la posibilidad de viajar en el tiempo; ¿cómo?, pues muy sencillo: acercarse a
un agujero negro y acelerar hasta llegar a la velocidad de la luz, como le dijo
una vez un físico famoso a Gleick: “Lo que quiere decir es que tanto la
aceleración como la gravitación atrasan los relojes, de acuerdo con la
relatividad, de forma que uno podría envejecer un año o dos en una nave
espacial y regresar a la Tierra dentro de cien años para casarse con su sobrina
tataranieta”, como sucede en una novela de Robert Heinlein. Así que,
ciertamente, tendremos el tiempo en nuestras manos… en un futuro de ciencia
ficción.
Publicado en La Razón,
13-IV-2017